02 julio 2012

A lo Iniesta

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Los segundos de esos minutos son distintos a cualquiera de otros segundos de otros minutos diferentes. Resulta que durante esos segundos distintos, la pelota está en sus pies, bajo su suela. Y él con sus pies, con su cabeza de pocos pelos, se encarga de dignificar el tiempo y sus fragmentaciones. Y son segundos, además, porque el tipo la tiene y no la tiene. Es decir, la tiene pero enseguida la larga y en seguida, también, la recibe. Son uno, son dos, son tres pasos con la pelota al pie que culminan, por lo general, con un freno, una pausa, alzada la mirada y una ejecución corta. Un pase, fuerte, preciso, seguro. A lo él.

Y es así, es a lo él. Así como también pasó con otros jugadores, también sucede aquí. Curioso fenómeno aquel que se vale del apellido de un humano para convertirlo en verbo. Un pase a lo Bochini, bochinesco, un gol a lo Maradona, maradoniano. Dígase que la cacofonía del apellido de este sujeto que hace de los segundos, regalos preciosos, no lo permite, pero sí, igual, funciona y es usado para ejemplificar, para calificar maestrías en el césped y para adjetivar fabulosas entregas del balón. “A lo Iniesta”, exclaman entusiastas las voces que se acuerdan de él cuando un muchacho se colmó de inspiración y puso el pase así, profundo, así mismo, ahí, entre una, dos, las que fueran, piernas adversarias. “A lo Iniesta”, compara, insuperable. Acaso porque prefiere decir eso y no aplaudir. Acaso porque el aplauso es poco, es demasiado común –considera-, demasiado vulgar y pequeño ante esa maestría que fue tan pero tan genial que merece ser parangonable con algo igual de genial, de asombroso. Allí se acuerdan de él entonces y decretan, inequívocos, “a lo Iniesta”. Porque Iniesta es eso.

“A lo Iniesta” también podría decirse cuando alguien la pelota tiene y acompaña la acción con sincera sonrisa. Con sonrisa de niño comiendo un helado, cucurucho de dulce de leche y frutilla. En un país futbolero como Argentina, con los escenarios de la vida siempre futbolizados, “a lo Iniesta” se podría asimismo usar para graficar a quien en su oficio se muestra feliz, rebosante de plenitud y entusiasmo. Iniesta ama lo suyo y lo ama con la intensidad con la que se aman contadas cosas. Así juega.

Y ama la pelota estar en los pies de ese que la ama y la trata con inefable cariño. Por más que sean segundos –los segundos más hermosos de esos minutos tan distintos-, la pelota pierde la uniformidad de los gajos porque, imperceptiblemente, una de las costuras se estira impulsada por un impulso irreversible, y se estira hasta formar, de manera gloriosa, una sonrisa. La pelota sonríe cuando la tiene Iniesta. E Iniesta sonríe cuando tiene la pelota. Bellísima escena, juntos son dos sonrisas en andas, que casi por contagio, desencadenan miles y miles de otras sonrisas más. En los rostros que los miran, claro, y los miran extasiados. Porque podrán haber otros jugadores, otros brillantes habilidosos del balompié, otros circunstanciales inspirados que despiertan otras lógicas sonrisas. De hecho, los hay. Y de a montones. Pero nunca es tan genial, tan sincero, tan potente el gesto que adorna los rostros cuando la pelota la tiene Iniesta, y cuando juntos, éstos, se lanzan a la aventura de demostrarle al mundo, cuán precioso es este juego cuando, de nuevo y como dice la palabra misma, se lo juega.

“Profesor”, “maestro”, “dador de cátedras”. Los apodos llueven ante su figura, pero él, un poco por humilde y otro poco por pura sensatez, se trata de despegar de los rótulos. Y sí, Iniesta es humilde, y muy, pero también razona en medio de la tierna inocencia que desprende su imagen. Y dice que no, que cómo, en serio, que cómo voy a ser maestro o profesor o dador de cátedra yo si lo único que hago es jugar y disfrutar del juego. ¿Disfrutar de un juego es enseñar? ¿Acaso no es lo lógico? Si alguien tiene que enseñarme algo –razona Iniesta- son ustedes. Enséñenme por qué lo sufren, es algo, esto, que escapa a mis conocimientos –dice Iniesta, la cara perpleja de Iniesta con sonrisa de niño incrustada e increscendo calvicie de grande. 

Iniesta no juega para enseñar. Tampoco podría decirse que enseña. La caótica distorsión de valores que dominan este mundo lo tienta a uno a decir que sí, que Iniesta es un profesor que en medio de las angustias alecciona sobre cómo disfrutar. Pero no. Iniesta es la normalidad que en esta anormalidad parece anormal. Iniesta, se enfatiza, juega y porque juega, disfruta, y porque disfruta, sonríe. ¿Hay secuencia argumental más lógica? ¿En serio alguien piensa que eso es necesario ser enseñado? ¿Existe en la Tierra, acaso, sujeto que ignore que a los juegos se los juega y se los disfruta, porque en ellos la esencia es eso? 

Iniesta no enseña. Iniesta tan sólo es. Iniesta engrandece los segundos de los minutos en los que la pelota pasa por sus pies, pero a no caer, por favor, en la descripción de llamarlo profesor. Hablaría muy mal de quien así lo llama, muy mal de sus conocimientos. Pero bueno, igual, a ser cautelosos en la sentencia: si alguien no sabe que a los juegos se los juega, apréndalo hoy mismo. Apréndalo hoy mismo y ponga esa sencillez (porque vamos, hombre, es sencillísimo) en práctica. Y actúe y trate a la pelota como se merece. Y aunque Iniesta no pretenda enseñar, a lo Iniesta juegue, si quiere. A lo Iniesta...

Roman Exquisito


MONTENEGRO 10

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