29 mayo 2012

En defensa de la pelota



"Entre un bando que sabe jugar y otro que sabe menos, nada es más efectivo que 'perder' 10 minutos sin buscar el gol haciendo andar mucho la pelota para que el adversario pierda 20 minutos de energías". La frase la dijo Dante Panzeri a fines del 60’ y principios del 70’. Lo que me llamó la atención la primera vez que la leí fue el “nada más efectivo”, porque cuando Panzeri decía nada más efectivo, ciertamente no había nada más efectivo. ¿Cómo diez minutos sin buscar el gol? ¿Qué era eso, el antifútbol? Todo lo contrario. 


Mi curiosidad por experimentarlo, no obstante, se me potenció cuando el mismísimo Guardiola reconoció que Rexach, DT del Barcelona cuando aquel era jugador, les decía: "Está prohibido hacer un gol en los primeros 10 minutos... ahora sí, que ellos no la toquen". Y devuelta los 10 minutos. Y otra vez sin buscar el gol. Sí había leído y sabía de la importancia de tener la pelota. “Si no tienes la pelota, el fútbol es sufrimiento”, decía Raúl y a eso suscribí siempre, nada desgasta más que no tenerla, pero me llamaba la atención lo de los 10 minutos iniciales. Creo que el efecto que produce es mucho más devastador de lo imaginado. Es demoler al rival en esa primera parte para tener luego 35 minutos para hacer lo que a uno se le cante. Humillarlo, sin siquiera sentir un resquicio de culpa porque la humillación está siendo llevada a cabo en algo como un juego. 


 Mi idea era comprobar el concepto viendo un partido de Primera, pero la nula cantidad de ideas de los equipos argentinos, desde luego, jamás me lo permitió cabalmente. Claro que seguí la ley que afortunadamente está instalada en el mundo. ¿Querés aprender de fútbol? Mirá al Barcelona. Y eso hice, pero tampoco pude comprobar lo de los 10 minutos. Al cabo, el Barcelona te demuele con la posesión sea en el momento que fuere. Recuerdo ocasionales partidos en donde en los primeros 10 minutos el rival hacía la sorpresa y no dejaba al Barcelona hacerse dueño, pero tras ese sofocón, todo volvía a la normalidad y el Barcelona a florearse. Y aunque efectivamente hiciera eso de desgastar al rival los primeros 10 minutos, el comentario de todos desacreditaba el concepto diciendo que, claro, porque es el Barcelona. Y yo creo que el concepto tiene fuerza en sí mismo. 


 Por eso es que necesito y me encantaría poder encontrar un equipo en donde poder jugar aunque sean cinco, siete minutos sin que el rival tocara la pelota. Por una cuestión de interés personal, trastocaré la situación y en lugar de 10 minutos, utilizaré cinco pensando en los diferentes tiempos manejados en el fútbol amateur. Paso a explicar a quien todavía duda o no se sintió atraído por la teoría precariamente sustentada. 
                                             // // //
Imaginate, simplemente, cinco minutos en donde el rival ni la toca. Prestá atención: ¡Se muere! Vos imaginate, para que veas, cuando te pasa a vos, en donde no la podes tocar, te querés pegar un tiro. Y no son cinco minutos, con menos te pasa igual. “Lo que cansa, lo que desconcentra, como dicen, es no tener el balón. Yo te aguanto lo que sea de tiempo cuando tenemos el balón, y ni cinco minutos cuando lo tiene el contrario”, confesaba Guardiola. “Si pasan cinco minutos y no la toco me digo qué estoy haciendo acá”, se pregunta, en esos casos, Riquelme. No hay desgaste más potente que el rival no la tenga. Y si ese desgaste alcanza una constancia de 5 minutos, es completamente devastador. Letal. Tiki-Tiki, Tiki-Tiki. Sin siquiera ser arriesgados los pases. 


Tiki-Tiki, Tiki-Tiki. Para allá y para acá, para él, de vuelta para mí, de vuelta para vos. No son pases entre líneas, para el 8 que está allá, entre el 3 y el 5 contrario. Es Tiki con el del al lado, el de al lado Tiki con uno. Así, apenas por cinco, siete minutos… 


 “Dale, macho, vengan, ayúdenme que no puedo”, se dirán entre sí los contrarios. Uno toca, siempre pases seguros, porque siempre hay uno libre y porque siempre hay tiempo. Y cuando vienen los refuerzos para el exaltado, pim, un cambio de frente que tampoco tiene que ser extremadamente preciso, un cambio de frente normal, tranquilo, sereno como estás vos y tu equipo con la pelota. Pim, mientras los dos rivales venían, decididos a hacerse con la misma. Pim, y recibe tu compañero allá del otro lado y empieza a tocar con los que tiene alrededor. ¡Se quiere pegar un tiro el otro! Ufff, alza las manos y las baja bruscamente, testimonio incuestionable de su enojo. ¿Con qué sentido seguir? ¡No quiere jugar más el pibe! Es lógico. ¡Se quiere ir! Es al pedo, dice. Y así y todo sigue que para allá, que para acá, que para adelante, que para atrás, siempre buscando la pelota -por pura inercia-, siempre viendo los gajos en movimiento tan cerca y tan lejos de sus pies. Si tuviera una pistola… ¿Por qué no me compré nunca una pistola? Denme una que prefiero eso a seguir soportando esto… 


Y finalmente... ¡le llega la pelota! Le llega porque las pelotas siempre llegan también. El rival, en un arriesgo, puede fallar. Es fútbol, pasa, que no sorprenda. Pero no es ni grave. Porque le llegó al que minutos antes se quería ir. Y es vital ese dato. Le llega a un ofuscado, a uno de carácter crispado. Ahora la tiene y ¿qué hace? Va como loco. Como desenfrenado a buscar el arco contrario, qué pase ni pase, dice. Hagamos el gol ahora que la tenemos. Aprovechemos. Y quien sabe de fútbol también sabe qué pasa ahí. La vuelve a perder de inmediato, claro. Es automático. Se da la paradoja de que el tipo piensa que para asegurar la pelota no la tiene que pasar, a ver si la pierdo y la vuelven a tener ellos, entonces va, solo, en busca del arco. Y la pierde. Porque encima va enfadado, harto del fútbol, sin pensar, sin ideas. Entonces el otro tampoco tiene que hacer mucho esfuerzo más para recuperarla. Apenas un esfuerzito para presionar y punto, el otro se queda sin objeto, sin nada, puteando a la fugacidad de los hechos. Qué vida injusta. Fueron segundos de una ilusión casi irrisoria. 


Y otra vez lo mismo, otra vez el otro equipo a tocar, a seguir con el juego. ¡Noooooooooo! ¡De vuelta no! ¡No aguanta más! Ese equipo ya murió. Por no tener la pelota por sostenidos tiempos, se murió, ya perdió. Ya ni ganas tiene de jugar. Y el otro es la más absoluta contracara. Envalentonado, encima, ahora busca con total tranquilidad los goles, que uno tras otro se desencadenan ante la poca resistencia de los defensores rivales. ¿Y por qué poca resistencia? Por lo acontecido minutos antes. No hay otra. ¡Es que ese desgaste fue fatal! Absolutamente todos pensaban en ese momento en por qué no tenían una pistola para acabar con sus vidas ahí. En por qué no habían elegido otro deporte para distraerse de la oficina, en por qué no habían elegido tenis, paddel, golf, qué se yo, algo más tranquilo, ponele, algo menos insoportable que eso. ¡Bastaaaaaaaaaaa! ¡¡¡Dame la pelota!!! Y los trancazos desesperados, en vanos, para colmo, que pueblan la mañana o la tarde o la noche o lo que fuera, despiertan sonrisas en los que la pelota tienen. Eso, perdónenme, es extraordinario. Cuando todo fluye así con tanta facilidad. Y no tuvieron que hacer nada inalcanzable. Apenas ‘perder’ cinco, siete minutos tocando la globa, irritando hasta el extremo al rival. Y fíjese, lector, que apenas fueron cinco minutos. Y si los tiempos son de 30, le quedan 25 de la primera etapa para que hagan lo que quieran. ¿Acaso, qué va a hacer el rival? Si ya no quiere jugar, si ya no sabe qué insulto inventar, ¿qué va a hacer el rival? Absolutamente nada puede. Si cuando la tiene, ni se acuerda cómo se jugaba. Por eso quedan 25 en ese primer tiempo para jugar como si se jugara contra chicos de primer grado, contra los sobrinos, contra conitos. Y fueron cinco, siete minutos… 


Tal vez el lector permanezca escéptico y dice que no, que está muy lindo así dicho, pero la realidad es otra. Probemos, entonces, ejemplificarlo con otro caso de otro mosaico de la vida. Ese concepto, de adueñarse de la pelota por un tiempo sostenido para, diría Perogullo, que no la tenga el otro, es como robarle el juguete a un chico. Sí, es simple. Este quiere jugar, póngase, con un robot, con un superman, con lo que fuera. Pero uno va y se lo roba, se lo quita. Se enoja el chico, claro. ¡Damelo!, exige. Pero no, es mío. Lero lero, lo burla. Uno no se lo da en primer lugar, se sostiene en su malicia, y luego encima también amaga a darselo. ¿Lo querés? Tomá. Oleeeee. No, dale, está bien, tomá. Oleeeee. Cuando el grito de la madre torna la súplica del chico en obligación, uno cede y se lo da. 


Pero, ¿qué hace el chico ahí? ¿Juega? No, porque ya no tiene ganas. Uno se las sacó con el hurto del objeto. Primero toma el juguete, superman, digamos, y lo eleva un poco, lo mira y listo. Lo deja. Se cruza de brazos y pone la mejor cara de malhumor. ¿Pero no era que quería jugar? Ya no. Supremo efecto. En el fútbol, créase, pasa igual. Con la ventaja de que no hay madre posible que pueda evitar que uno no tenga el juguete para sí sólo. Es extraordinario. En tiempos en donde no dejar jugar significa cortar todos los avances con pelota del contrario, cuán saludable es esta otra concepción, tan maravillosa: no dejar jugar al contrario, pero para jugar uno. Esos escenarios, siempre, terminan en baile. En goleada festiva. No me cree. Pruébelo. ¿O acaso como venía jugando ahora jugaba bien? No pierde nada. Además, son apenas cinco, siete minutos… ¿Tan impaciente me dice que es que no puede probarlo por cinco, siete minutos?

21 mayo 2012

Una semana


Paco tenía ganas de hablar. Paco suele pasar bastantes momentos callado, pero cuando Paco habla, al menos, habla bien. Y largo rato. Así mismo fue el otro día cuando tenía ganas de hablar. Me dijo, entre serio y enérgico, como él se pone cuando anda en esos momentos de fluidez dialéctica, énfasis más, énfasis menos, lo siguiente:

- De verdad, escuchame, hay que hacer eso. Te lo aseguro, sería el comienzo a varias soluciones. Se tiene que hacer realidad esa frase que tanto se exclama y nunca se cumple. ¡Paren las rotativas! ¡Deténganlas! Imaginate lo que sería una semana, mirá lo que te digo, una semana, sin noticias. Imaginate. Toda una semana para ocuparte de vos mismo, apenas, y de los que te rodean. Cosas que parecen tan elementales pero que, seamos sinceros, nadie hace con la prioridad que, creo, se merecen. Analizamos, contamos y criticamos todo el tiempo a los demás que ya nos olvidamos de nosotros mismos. Capaz es un poco inhumano lo que estoy diciendo, depende cómo lo interpretes, pero atendeme, en serio, imaginatelo bien, porque necesito que te lo imagines bien, una semana en donde no haya líneas que se publiquen, audios que suenen, imágenes que se vean, sobre un acto político, un ataque en medio oriente, una crisis económica en Europa, los cambios que va a hacer el técnico del puntero del campeonato para la fecha siguiente o cualquier otra noticia de espectáculos. Imaginate acabar, tan sólo por una semana, con esa sobredosis de información que nos invade a cada momento. ¡Porque cada vez es mayor! ¿No te estás dando cuenta? A todo momento una información, a todo momento la actualización de esa información, a todo momento gente comentando esa información y también la actualización por Twitter, por Facebook, por todos lados. Y ya ni se considera si esa información merece tamaño despliegue. No, ni se considera. Pero es noticia y parece que las noticias se inventaron para llenar los silencios de la vida. ¿No te estás dando cuenta de este escenario que abruma? Por eso, imaginate, de verdad, una semana sin todo eso. 


Jaime Roos, cantante uruguayo que junto a su hijo hizo la película 3 millones -¿la viste vos? El otro día traté de bajarla y no pude, pero en fin...- Roos, como te decía, declaró el mes pasado en una entrevista de temática futbolera pero que excede a ese rubro lo siguiente: “Yo quiero que algún día se detengan las rotativas. No hay tiempo para concentrarnos en lo que realmente ha sido importante. Que se detengan las rotativas, así aprendemos a disfrutar”. Esa frase es una caricia para estas pobres almas de este tiempo, te lo digo en serio, para estas almas asfixiadas de tanto análisis, tantas publicaciones. Almas desprovistas de tiempo para, como dice Roos, disfrutar. Dis-fru-tar… ¿Me vas entendiendo ahora?

Mirá, pensá, sino, ¿sabés de lo que te podrías encargar de hacer esa semana? De arreglar tu vida, vaya cosa. El filósofo español Ortega y Gasset, exiliado en este país en la década del 40’, observaba que era raro encontrar a un argentino “que tuviera puesta su vida primariamente en vivirla”. Mirá vos, che, ¿en serio?, te preguntarás, pero resulta que pocas cosas tan atildadas recuerdo haber leído últimamente. Imaginate, por eso, una semana para detenerte a observar las bellezas de la vida –lo que uno hace, generalmente, cuando noticias no hay. Para mí Gasset está en lo cierto. En su libro Los hijos de los días, de Eduardo Galeano -no sé si lo tenés, de paso te lo recomiendo. Yo lo compré el otro día cuando lo vi en un kiosco en Marcelo T. de Alvear, de pedo lo vi, mirá, por suerte- Buen, Galeano, otro uruguayo amante del caminar paciente, del transitar sin apuro, interesado por parar con la vertiginosidad actual, cita en ese libro un hecho que la organización del tiempo colocó en 2007, pero que para el caso da igual. Para que acá lo encontré. Ocurrió lo siguiente: un violinista, en un subterráneo estadounidense, se apoyó contra la pared, junto a un tacho de basura, y comenzó a tocar obras de Schubert y otros clásicos durante 45 minutos. “Mil personas –cuenta Galeano- pasaron sin detener su apurado camino. Siete se detuvieron durante algo más de un instante. Nadie aplaudió. Hubo niños que quisieron quedarse, pero fueron arrastrados por sus madres. Nadie sabía que él era Joshua Bell, uno de los más virtuosos, más cotizados y admirados del mundo. El diario The Washington Post había organizado este concierto. Fue su manera de preguntar: -¿Tiene usted tiempo la belleza?”. Terrible, ¿viste? Y no, ¡no hay tiempo!, es lo que te digo. Y para nosotros que somos periodistas te diría que casi menos, porque en simultáneo con ese hecho, otras noticias andan sucediendo y vos tenés que nutrirte de ellas por la maldita obligación moral que tu oficio te exige. “No hay nada más viejo que el diario de ayer”, reza una máxima periodística y de nuevo a lo de Roos, si eso de ayer fue maravilloso, no se lo puede disfrutar, ¿me entendés?, porque otras noticias de otros calibres, de otras intensidades ya se la comieron, la deglutieron. ¿Parar, disfrutar, detenerse a sentir? ¿Qué es eso? ¡No se puede! Mirá, esperá, otra cita de Galeano: “A ritmo de vértigo, el día de hoy se hizo mañana, y el día de ayer fue enviado a la prehistoria”. Escuchame, en serio, mirá todo lo que te estoy diciendo. Imaginate una semana como la que te planteo. Una semana sin vértigo, una semana sin actualizaciones.

Acá en mi escritorio tengo algo bajo el vidrio que leí una vez y de vez en cuando vuelvo a ojear. “¡Cuán poco necesita el hombre para vivir satisfecho y tranquilo cuando las necesidades ficticias y las vanidades del mundo no lo han hecho esclavo de mil gustos nocivos e innecesarios, de mil ridiculeces y de un sinnúmero de costosas bagatelas…!”, clamaba, enormemente claro, Marcos Sastre. Una semana sin noticias, constituye también, una semana sin la esclavitud provocada por las noticias que no son noticias, de esos “mil gustos nocivos e innecesarios, de mil ridiculeces y de un sinnúmero de costosas bagatelas”. Vos decís, claro, ignorá eso que no te gusta. ¡Pero es que no podés! Porque por osmosis uno termina enterándose de que la amante de tal había dicho que no sabía que ese tal estaba casado. ¡Por osmosis! Imaginate, por eso, una semana también sin eso.

Hace un tiempo leí un artículo traducido del New York Times que, obviamente, guardé para que no sea una víctima más de los olvidos colectivos producidos por este vértigo actual. Decía y dice el título del mismo si no recuerdo mal: “Ahogados en la información, faltan grandes ideas”. Y cosa muy cierta decía en toda la nota. Pará que te la busco bien, para que te diga más de la misma. Mirá, acá está, acá la tenía a mano. Escuchá cómo empieza, escuchá: “Las ideas ya no son lo que eran. Hubo una vez en que podían encender las llamas del debate, estimular otros pensamientos, alentar revoluciones y, sobre todo –escuchá bien- cambiar las formas en que veíamos y pensábamos el mundo”. Hubo un tiempo dice, y es cierto. Y dicho escenario, tal como lo plantea el título, lo ahogó la sobredosis de información. Atendé: “Si ahora nuestras ideas parecen menores no es porque seamos más obtusos que nuestros antepasados, sino porque las ideas ya no nos importan tanto como antes”. ¡Porque no hay tiempo! Y sigue: “Ahora las ideas que no pueden monetizarse de inmediato tienen tan poco valor intrínseco que es menos la gente que las genera y también son menos los medios que las difunden”.

Después explica un poco cómo lo visual le fue ganando a lo escrito y todo eso, pero prestá atención, acá está lo que te digo, claro que no habla expresamente de las noticias pero cierta relación guarda con lo que te digo: “Aunque la verdadera causa de un mundo que ha dejado atrás las ideas puede ser la propia información. En momentos en que sabemos más que nunca antes, pensamos menos en ello. Gracias a Internet tenemos acceso de inmediato a todo lo que podríamos querer saber. En el pasado, sin embargo, reuníamos información no sólo para saber cosas, sino también para convertirla en algo más importante que los hechos, en ideas que daban sentido a la información”. ¿Vos podés decirme, fehacientemente, cuánta gente recibe información y hace algo útil con ella? La pereza es una de las razones, pero la otra es la sobredosis que pido frenar por lo menos, aunque sea, si es posible, por una semana. Una semanita. Mirá, seguí esuchando: “Nos vemos inundados de tal cantidad de información que no tendríamos tiempo de procesarla por más que quisiéramos hacerlo, y la mayor parte de nosotros no lo quiere”. ¡Ahí está, vez! Te tendría que prestar este artículo para que lo fotocopies, es genial: “La suma es agotadora…”. A-go-ta-do-ra. “…qué hace cada uno de nuestros amigos en cada momento, y qué hará al siguiente; con quién sale Jennifer Anniston, qué video es el más popular en Youtube en este preciso instante”, y a eso agregale todo lo que te conté antes, que ya incluso en materia deportiva alcanzan para explicar esta asfixia: quién se peleó en el vestuario con quién, cuántos partidos lleva jugados tal en el año, cuándo fue la última vez que tal equipo ganó en tal cancha, la cantidad de esquemas que utilizó tal en el campeonato, el calendario que se le viene a la selección, informaciones de la fecha de básquet, tenis, rugby, polideportivo, y las inmediatas actualizaciones de todas esas y más informaciones, etc, etc, etc. Y eso en un día. O en una mañana. Y en un solo medio. Te pago lo que sea si me encontrás un tipo que se lea un diario entero, uno sólo, absolutamente de punta a punta. ¡Es imposible! No vas a encontrar. Y esa cantidad de hojas vuelven a entregarse al día siguiente, y al siguiente y al siguiente. “En efecto, vivimos en el nimbo de una ley de Gresham de información en la que la información trivial desplaza a la importante, pero también se trata de una ley de Gresham de ideas en la cual la información, trivial o no –como te decía, ya ni importa esto, importa que sea noticia- expulsa a las ideas”. Y una semana es lo que te pido yo, nada más que una. Seguí escuchando: “Preferimos saber a pensar porque saber tiene más valor inmediato. Nos mantiene al día, nos mantiene conectados”. ¿Y? Estoy enterado de todo. Pum. Me convierto de repente en ese tipo que te dije que buscaras que se lee un diario entero. ¿Y? ¿Qué hago con eso? Estás más agotado que viejo subiendo por la escalera al 10° piso, ¿y? ¿qué hacés con eso? Nada. Ya no te queda energía. ¿En qué tiempo uno creaba más cosas? ¿En qué tiempo, a ver, pensá y decime, uno pensaba más? Porque yo te hablo de crear, de creatividad y para eso necesitás pensar, es decir, usar todas las energías en eso. ¿Eh, cuándo? Cuando uno era chico, cuando a uno las informaciones no lo abrumaban. ¿Vos te acordás de esas semanas? Apenas uno se enteraba de cómo le había ido a su equipo. Se enteraba, también, de que un avión impactó contra unas torres altas. De lo fuerte se enteraba, sí, de lo que valía la pena se enteraba. Pero era: esta semana pasó esto y esto. Las noticias eran noticias cuando causaban real impacto. Llegaban a su mundo de preocupaciones escasas, también escasas noticias, pero fuertes, eso es lo que quiero decir. Porque ojo, yo no pido desterrar las noticias, pido acabar con la sobredosis de noticias. A todo rato, a todo momento, de lo que sea, en su más absoluto sentido de lo que sea.   

Líneas más abajo, volviendo al artículo este de The New York Times, me acuerdo que lo había leído algo…, a ver, esperá. Decía algo sobre… Acá, sí, esto, acá está: “Un amigo se preguntaba, por ejemplo, dónde estaban los John Rawl y los Robert Nozick, los filósofos que podrían elevar nuestra política. Sin duda se podría argumentar lo mismo en relación con la economía, donde John Maynard Keynes sigue siendo el centro del debate casi ochenta años después de haber propuesto su teoría del estímulo gubernamental. Todos los pensadores son víctima del exceso de información”. Como tantas cosas que hice propia, me apropio también de esta última frase y te la repito para darle la fuerza que se merece: todos los pensadores son víctima del exceso de información. Vos me decís que no, que eso no es así y acá también hay respuesta para eso: “Sin duda habrá aquellos que digan que las grandes ideas han emigrado al mercado, pero hay una enorme diferencia entre los inventos que generan ganancias y las ideas intelectualmente desafiantes. A algunos emprendedores, como Steven P. Jobs de Apple, se les han ocurrido algunas ideas brillantes en el sentido de invención de la palabra. Estas ideas podrían cambiar la manera en que vivimos, pero no la manera en que pensamos. Son materiales, no conceptuales”. Y así es como finalmente acaba: “En el futuro habrá más y más información, montañas de ella. No habrá nada que no sepamos. Tampoco habrá nadie que piense al respecto. Piense en eso”.

Mirá, está bien, yo también te entiendo, me das a decir que soy un exagerado, que cómo no pienso en los que sí quieren noticias, que no obstante todo lo que te conté tranquilamente se puede disfrutar igual de los días, incluso con la sobredosis de material intrascendente que se publica como si así no lo fuera. Lo sé, y te entiendo, pero atendeme a mí y escuchame que yo lo único que estoy pidiendo es una semana. Simplemente, una sola, nada más que una semana. Dedicada exclusivamente para dos acciones: pensar, como anuncia ausente el artículo estadounidense, y disfrutar, como ruega poder hacer expresamente Roos y tácitamente Galeano. Fijate si no sería lindo… Una semana… 

19 mayo 2012

NO TE MIENTAS MAS


Acuciante era el dolor de su pierna derecha. Dolor de frecuente calambre que esta vez a Gustavo lo castigaba más que otras veces. Sufría esa intensidad mayor una fría tarde de sábado en donde su mente trazaba preguntas y comparaba las respuestas que obtenía de otras tantas preguntas más que se sumaban a la inicial. Porque en realidad, la pregunta central era una. Era una, pero de tan difícil resolución era esa una que Gustavo debía crear nuevos interrogatorios y nuevas evaluaciones para no comprometerse a entregar el “sí” definitivo. El sí definitivo que, hasta, pensaba Gustavo, le temía más que a la insistencia de ese pinchazo agudo que le tensaba el músculo en la diestra. ¿Tengo que dejar el fútbol? Esa era la pregunta central que se hacía Gustavo, oficinista él, y con sus 30 y pico de años a cuesta. ¿Pero no estaré exagerando? Si esto me pasa todos los sábados y sin embargo, el fin de semana siguiente estoy acá, con los cortos puestos y rebosante de ilusión, pensaba, sensato. ¿Será igual esta vez? Porque, ojo, ahora me duele más. ¿Es una señal? ¿Y si paro por un tiempo? Pero el dolor lo volvía a poner en aprietos. Era evidente. Verlo así, sudoroso y tirado en la yerba, el inacabable vientre al aire, los ojos entrecerrados, tratando de mitigar el sufrimiento apretando los dientes. Evidente y vergonzoso.

“¡Gustavo no te mientas más!”. Cuántas mañanas y tardes y noches habrá escuchado de los vivos de sus compañeros ese “¡Gustavo no te mientas más!”. ¿Acaso, qué sabían ellos? Por favor, por ejemplo, ¿qué sabía el muerto de Cacho? Justo él, encima, justo Cacho. Pedazo de chanta que se hace llamar defensor pero que le ganan permanentemente la espalda y que al percatarse del hombre que tras suyo se escapa al arco, finalmente, reacciona con la agilidad de un mamut herido. Porque así reacciona si es que reacciona. “Justo Cacho me viene a decir eso”, pensaba, entre lógico e irritado, Gustavo. Lo peor es que ni eso lo tranquilizaba. Ni compararse con el impresentable de Cacho le evitaba seguir formulándose esa maldita pregunta en la mente. Porque, a ver, que Cacho fuera un muerto, un caso más de los tantos milagros que permite el fútbol, un caso más de la a veces excesiva solidaridad de este deporte, no corría de la discusión el dilema que a él lo envolvía. Para el caso, que Cacho también no se mintiera más. Pero a Gustavo en ese momento Cacho le importaba poco. El tema era él. El tema era dilucidar qué anunciaba ese dolor acuciante, cuánto de cierto tenían esos “¡Gustavo no te mientas más!” que, aunque pronunciados en broma, a él le sonaban como verdaderos puñales. ¿Tengo que dejar el fútbol?, retumbaba amenazante en su cabeza.

En eso andaba Gustavo, oprimiendo fuerte su gemelo con los dedos de una mano y apoyada la otra en su vientre, mirando a la cancha que ahora era poblada por otros dos equipos, tan amateurs y de tan rudimentaria apariencia como el suyo. Por allí paseaba las pupilas de sus ojos Gustavo hasta descubrir algo que acabaría con su calvario mental. Peloteaban entre sí y en círculo los miembros de un bando antes del comienzo del partido. Un tipo se colocaba dentro del mismo y debía parar la pelota que los situados en circular línea se pasaban tratando de evitar que aquello sucediera. El típico “mono”, claro, tan popular como el dulce de leche o el fútbol mismo. No era eso simplemente lo que atrajo la atención de Gustavo. O sí. Más que el ritual, un tipo en especial fue el que captó todos sus sentidos. Este era apreciablemente más viejo que él. Y sí, “viejo” fue la palabra que usó, además, porque le calculó 40 años y en el fútbol tener 40 años es ser viejo. Y eso que Gustavo tenía la costumbre de adjudicar siempre menos edad de lo que la realidad indica. Por lo que tal vez tenía 45 años el hombre, o hasta más, pero para el caso daba igual. No era tampoco la edad lo que atrapó su atención. Lo observó, en primer lugar, tratando de parar la pelota en vano. Fue compasivo y decidió pensar que tal vez tuvo un mal pique o el viejo estaba frío. Pero no, porque en la ronda seguían nutriéndose de pases y el viejo resulta que siempre hacía una para el espanto. Lo que más gracia le causó a Gustavo fue cuando el hombre por fin logró calzar la pelota, pero con la mala suerte de que su furibundo puntín diera en la zona íntima de quien en ese momento era el “mono”, justo un pibe que aparentemente era la estrella del equipo.

En medio de las risas que afloraban de su garganta se olvidó completamente del calambre y de todo lo que minutos antes lo perturbaba. Viendo ese escenario fue que a Gustavo le llegó la revelación a su pregunta. Ya confiado y seguro, resolvió, finalmente, que no era para nada el tiempo de dejar de jugar al fútbol. Que aunque frecuentes los calambres, infrecuentes los tiros al arco, frecuentes los ahogos, infrecuentes las buenas actuaciones, para el “no” faltaba un largo rato. Al cabo, si el mismo Cacho o ese otro viejo podían seguir mintiéndose, ¿por qué él, él que incluso con su vientre y sus 30 y pico de años a cuestas era mejor que esos dos, por qué él, también no?

Así lo pensó y se convenció de su decisión, y aunque de manera vergonzosa, orgullosamente tirado se quedó disfrutando de su abominable abdomen y divirtiéndose con las desventuras de ese cuarentón de graciosamente torpe andar y torpe accionar. Sonriendo y animado, quizá se levantaría un poco, y con las manos juntas rodeando su boca, le gritaría, siempre quizás: “¡Viejo no te mientas más!”… 

11 mayo 2012

No hay


Federico pone un poquito de azul acá y un poquito de amarillo allá y queda verde en la unión y no le molesta porque justamente eso mismo quiso conseguir. Un poco más de rojo, mezclado con blanco y un poco de amarillo, y ahí está la pierna. Claro, las dosis no son las mismas de un lado que del otro. Tampoco la cantidad de cada color en cada mezcla. Por eso es un poco, primero, y por allá, después un poco más, y por acá. Y así en todas las zonas de ese rectángulo que en ese momento más que rectángulo es el mundo entero. La zona en donde, por ese instante, las preocupaciones sólo lo abarcan a él y a la cantidad de pintura que en una zona debe depositarse según la idea de esa cabeza que lleva a cabo todas las acciones llenas de pasión y alegría. Es un instante. Es el instante. Y en ese instante esa cabeza de ese cuerpo cuyas manos van de aquí para allá, idealiza, se llena de pasión, de entusiasmo. Imagina metas. Imagina llegando a esas metas. Sueña. Se ilusiona. Y piensa Federico, mientras tanto, una pregunta que también pensó otras tantísimas veces en otros tantísimos instantes como ese. 

¿Hay algo más lindo, acaso, que la palabra ilusión? ¿Que lo que la palabra ilusión significa? ¿Hay algo más lindo, acaso, sino, que el término pasión? Y aunque signifiquen cosas distintas cada una, ambas, confluyendo, son los sostenes por los cuales quien persigue con ardor sus sueños, no cae. Incluso, por más utópicos que resulten éstos. Si como alguna vez dijera Galeano, las utopías sirven para seguir caminando, ¿hay algo, entonces, en ese sentido –hace la conexión Federico-, más lindo que el vocablo utopía?

Si la vida es un sueño, por qué no soñar entonces si en los sueños es donde uno más se encuentra a sí mismo. O al menos, en donde las emociones de cada uno alcanzan su punto de mayor intensidad. ¿Por qué no soñar y que la vida toda esté impregnada por ese cénit sentimental? “Lo mejor que tienen los sueños es que se pueden hacer realidad”, obsequió el barón Pierre de Coubertin, impulsor de los Juegos Olímpicos de la era moderna. Juegos, justamente -y que continúan estando aún hoy-, repletos de almas y cuerpos que lucharon y luchan por sus sueños. Al cabo, el fin más universal que tiene la vida: perseguir con galopante palpitar en busca de satisfacer anhelos.

Descubrir esa meta lo cambia todo. Absolutamente todo. Marca una dirección y un objetivo. Así lo sentencia Federico en medio de su apasionante accionar. Sólo resta descubrir aquello que Ken Robinson llama El Elemento, el sitio en donde confluyen las cosas que a uno le encantan hacer con las que se le dan bien. La asombrosa mixtura de capacidad y entusiasmo. Habilidad y pasión. Para perseguir una ilusión, una utopía, un sueño, da lo mismo el término, evalúa, sensato, Federico.

En una extraordinaria charla con un cineasta, el alma de Pep Guardiola habló y gran parte de lo que habló el alma de Pep Guardiola le viene a la mente a Federico. “Sólo tengo una cosa que me imputo: estimo mi oficio. Tengo pasión por mi oficio. Créanme. Lo adoro. Lo adoraba cuando jugaba, lo adoro ahora cuando hablo, lo adoro cuando estoy con gente discutiendo sobre esto o aquello”, dijo el alma de Pep Guardiola, al tiempo que siguió: “Al final todo se reduce a instantes, en cada una de nuestras profesiones y nuestros oficios, todo acaba en un instante. Los trabajos que tenemos siempre tienen un instante que nos satisfacen plenamente. Que disfrutamos, que nos da alegría. La pasión que siento por mi oficio, imagino que es la misma pasión que tienen ustedes por sus profesiones, y toda la gente: médicos, panaderos, doctores, maestros de escuela, albañiles, como era mi padre. Cualquier persona. Llega un momento en sus oficios y yo reivindico ese momento en sus oficios. Yo reivindico el amor a este oficio. Yo amo mi trabajo por este instante”.

Por ese instante en que, al igual que en los sueños, la intensidad sentimental alcanzada justifica todo. El más absoluto de los todos. Por más negativos y desalentadores que sean durante el sendero, considera Federico. Porque ese momento, al cabo, es lo que define a cada uno. Constituye la esencia de cada uno. “Los componentes del Elemento son universales aunque se manifieste de distinta forma en cada uno”, insiste Robinson. El Elemento es aquello que descubrió Pep Guardiola y que le permite desbordarse de entusiasmo cuando piensa en él. Porque no se imagina haciendo otra cosa alejado del fútbol. Allí está su habilidad y allí está su entusiasmo. Su pasión. Allí es donde sueña cada día.  

“Aquel momento es el que le da sentido a mi profesión. Y entonces podrán decirme: ¿Es suficiente? ¿Es poco? ¿Es mucho? Es lo mío. Es lo que me corresponde. Es esta pasión (aprieta el puño) que no sé donde la agarré. No sé de dónde viene. Pero tengo esta pasión. Y la tengo ahora como la tenía cuando era pequeño, y que me llevó al pueblo para competir. Y me pueden preguntar, de dónde vino esta pasión, y no lo sé, pero me ayudó muchísimo”, continuó Guardiola antes de sugerir, sincero, potente, esperanzador: “Y no olviden nunca que si nos levantamos muy muy temprano, sin reproches ni excusas, y nos ponemos a trabajar, somos imparables. Créanme que somos imparables.” Y esa meta que aparentemente es utópica, finalmente se verá, piensa en medio de su ardor Federico, que no es tal. Y si así lo fuese, de todos modos, se agradecería nuevamente la existencia del vocablo utopía, porque permitió caminar con hondo placer en búsqueda de ese sueño -siempre distinto en cada uno- que le dio sentido al andar. 


Por eso, mientras los pelos del pincel dejan su carga en el lienzo y mientras Federico piensa, llega a la conclusión de que no cree. De que no cree que haya, de verdad, términos algunos más bellos y reconfortantes que las palabras ilusión, pasión y sueños. O que le digan a Federico, sino, dónde encontrar algo más lindo. Él ya concluyó, certero e inapelable, que sencillamente no. No hay.

02 mayo 2012

El mejor lector

Pan, queso, pan, queso, pan… Si ese hombre se hubiese encontrado en una de esas típicas situaciones utilizadas en el fútbol informal para la elección de los jugadores, hubiera sido elegido, de seguro, en último lugar. Claro está, si los encargados de la confección de cada bando jamás lo hubieran visto jugar. Porque sino...


Parecía una burla al principio, cuanto menos, era extraño. Un chiste, no de mal gusto, pero sí de nulo efecto si efectivamente de eso se trataba. Pero no, para nada, no se trataba de ninguna broma. El tipo entregaba, cómo decirlo, todo menos pinta de futbolista. Por eso un poco era entendible el descreimiento a la necesidad de su presencia. Un jugador que venía actuando con no mucho éxito en varios clubes de la B de Italia era seleccionado por el mismísimo entrenador italiano Victorio Pozzo para disputar los Juegos Olímpicos de Berlín 1936. El hombre, bajito y de flaca figura, para colmo, se ayudaba además por dos grandes vidrios para ver las cosas que habitaban en el mundo. Así, este enclenque y cuatrochi sujeto era la gran novedad de la escuadra azzurra. Pero Pozzo estaba seguro de la citación de Annibale Frossi para ese equipo que venía de ganar, por si fuera poco, los Mundiales de Italia 1934 y Francia 1938. 


Nacido un 6 de agosto de 1911 en Muzzana del Turgano, un pequeño pueblo de la provincia de Udine, Frossi sufrió desde una edad muy temprana de miopía, la cual corrigió, desde luego, con las potentes gafas que lo harían reconocido. Comenzó su carrera de futbolista en 1930 y en la tercera categoría en Udinese, club con el que logró acender a la serie B y donde contribuiría, también, para la salvación en la próxima temporada. Tras desvalorizar sus piernas por Padua, Bari, El Águila y Ambrosiana, es descubierto por el propio Pozzo en 1936 y llamado para los Juegos en la tierra en donde Adolf Hitler aún no habría de imponer su máximo terror.

Pequeño tal vez de cuerpo, pero rebosante de ilusiones, Frossi aceptó con mucho entusiasmo y a Berlín se dirigió nomás para mostrar su fútbol no obstante los prejuicios que desprendía su imagen. El 3 de agosto, en el debut de la competencia, Frossi convirtió el único gol con que Italia derrotó a Estados Unidos ante 9 mil espectadores y clasificó hacia los cuartos de final, instancia en la que cuatro días más tarde, volvería a completar una gran actuación, siendo el autor de tres tantos en la victoria ante Japón por 8-0. «Hat-trick» escribirían las crónicas de hoy. Ya en semifinales, Italia debía enfrentarse ante Noruega en un duro duelo. Un gol de Negro a los 15 minutos, ponía en ventaja a los de la Península, pero Brustad empató para Noruega llenando de suspenso al partido. Tal la lógica de este escrito, el héroe que desatara la igualdad no podía ser otro más que Frossi, y así fue que al minuto 96, el de irrisorias gafas (irrisorias por el contexto en el que fueran usadas) anotó el 2-1 final.


Para el encuentro por la medalla de oro, finalmente, el otro equipo clasificado era la poderosísima Austria de aquellos años, denominada en el ambiente de la pelota como «Wunderteam» por su atildado y virtuoso juego. Pese a los pronósticos, el equipo italiano no se amedrentó y salió a jugar en el Estadio Olímpico de Berlín y ante 85 mil espectadores con afán victorioso. Y otra vez se recurre al razonamiento del lector, nuevamente se repite la previsibilidad anterior: no, claramente no cayó Italia. El 15 de agosto se impuso por 2-1 con dos goles de nuestro protagonista. El segundo, además, fue en tiempo suplementario para que la gloria fuese aún mayor. Anotando en los cuatro partidos y alcanzando una cifra final de 7 tantos, Frossi fue el goleador y la figura de aquel Juego al que arribó ante las miradas incrédulas y prejuiciosas. La suya, al cabo, fue otra demostración más de que el fútbol, más que físico o imagen, es talento. El flaquito miope, luego de su consagración, se fue al Inter de Milán para contribuir con sus goles y ganar los sccudetti de 1938, 1940, y la Copa de Italia de 1939. Está claro, la mayor virtud de Frossi fue, a lo largo de su carrera, su gran lectura del juego.

Roman Exquisito


MONTENEGRO 10

MONTENEGRO  10