“Acá hay que ganar algo para quedar en el recuerdo”,
dijo ayer Gerardo Martino, DT del Newell´s líder del Torneo Final y con claras chances
en la Libertadores, marcando una supuesta realidad en el fútbol argentino.
Primer punto: el recuerdo, como tal, no existe. Lo que existen son recuerdos.
Recuerdos de personas. Millones y millones de recuerdos. Pero no existe el
recuerdo como unidad sola. De modo que Martino debió haber dicho –o precisado-
que el que no gana no queda en algunos recuerdos. Y ahí especificar aún más: en
los recuerdos cuyos estándares de qué merece ser recordado y qué no, depende de
un título o de las apreciaciones exitistas que sean. Para no ir más lejos, por
caso: su Newell’s, aunque no acabe
campeón, sí quedará en su recuerdo particular. También en el del plantel y en
menor medida, quizás, en algunos hinchas de sensibilidad plausible que se
nieguen a borrar instantes vividos, y sobre todo sentidos, del 2013.
Lo segundo que quedaría por analizar es el por qué de
la pretensión casi constante de querer quedar en la mayor cantidad de recuerdos
posibles. ¿A mérito de qué? Esto no quiere decir no buscar ser campeón, se
aclara. También se aclara que la pretensión de Martino no es ser recordado,
pero sí parece serlo para otra gran mayoría que para eso mismo, además, busca
ser campeón. Incluso siendo campeón la vacuidad de ser recordado no está
garantizada. Tengo amigos a los que les gusta mucho el fútbol. Lo juegan, lo
ven, lo leen. Pero si les pregunto quién ganó el Clausura 2004, por ejemplo, el
del 93’, el del 97’, o incluso 2007, no saben. No se acuerdan. O se confunden
con el Apertura. Los estándares de sus recuerdos no le dieron un papel central.
Lo mismo pasaría si les reclamara que me dieran el campeón de la Champions
League del 96’, del 2003, o incluso 2008. Y ni hablar de las Libertadores cuyos
campeones no fueron argentinos. Pero sí se acuerdan del equipo interbarrial que
integraron en el 2006, o de la campaña de su equipo favorito en el 2005 porque
allí jugaba su ídolo y el pibe fue a la cancha, qué sé yo, con su novia, el
mismo día en que ésta adquirió para él esa etiqueta. ¿Está bien, está mal? No
es ni uno ni lo otro.
Recuerdos. Son todos recuerdos. Millones y variados.
No hay ningún mérito en quedar en millones de recuerdos.
El mérito del Barcelona no fue quedar en la historia; mucho menos en estar
presente en cada mente. El mérito del Barcelona estriba en cómo hizo lo que
hizo. Lo otro es un añadido no buscado. El mérito de la Madre Teresa no fue
haberse vuelto póster en cada parte del globo. El mérito de la Madre Teresa
estuvo en su convicción de amar. ¿Cuál es el mérito, dónde se haya el valor, de
ser recordado?
El mérito de este Newell’s, el de Huracán del 2009, es
la convicción de una idea*. La intención de ejecutarla, el placer de
concretarla. Sí, habrá mentes que recuerden esas noblezas, habrá mentes que
incluso se sientan inspiradas a hacer lo mismo en las propias esferas de sus
vidas. A adoptar esos valores, a moverse con igual rectitud y ambición
altruista. Pero no importa si muchas mentes lo recuerdan. No puede el hombre
hacer las cosas para que, a la postre, se las siga remembrando. No puede ser
ese su fin. No digo ya su fin primero, no puede ser el segundo, el tercero. O
sí puede, pero luego tendría que reflexionar una tarde en dónde se halla el
mérito de una acción -me tomo la licencia de decirlo- sin valor. Y, si acaso lo
halla, debería tener la enorme bondad de comunicármelo.
“Para sentirme bien”, podrán explicar algunos el por
qué de su afán a ser inmemorables. Pamplinas. Para sentirse bien no es
necesario ser recordado. Newell’s se sintió bien durante todo el año (cuando la
particularidad de ser recordado, por el momento, se vuelve innecesaria). El
Barcelona no se sentía bien mientras jugaba como jugaba porque sabía que a
futuro un buen número de mentes lo retendrían dentro. Pamplinas. Se sentía bien
porque hacías las cosas bien; porque las cosas que intentaba hacer bien, le
salían bien. Huracán se sentía bien –y nos hacía sentir bien- porque en su
convicción de buscar hacer, en cada fragmento de césped, de cada cancha, de
cada fecha, el mayor bien posible, el mayor bien posible le salía. Y a veces no
le salía, pero su igual intención daba motivos de orgullo.
“Pero no fue campeón. No fue recordado”.
¡Y a quién le importa eso! Por otro lado, de hecho,
quien esto escribe lo recuerda. Pero aunque igual yo no lo recordase (como
seguro se me escapan otros miles que jugaban y hacían las cosas bien), da
igual, es absolutamente lo mismo. Porque no hay ningún mérito en que yo lo
recuerde. Mi remembranza no le aporta a Huracán ningún valor del que por sí mismo
lleva. El mérito de Huracán del 2009, aunque mi cabeza fuese la única que lo
tuviese presente, no radicaría en eso, no dependería de un añadido tan menor.
Lo mismo vale para este Newell’s de ahora. En su misma acción yace el mérito.
En la misma ejecución de una convicción internalizada, en el mismo intento de
encontrarle sentido a cada movimiento, impulsado por la idea de que lo que se
hace tiene de alguna manera que valer la pena. Y por sí mismo.
Otros dos casos: España y Barcelona. Ni en la
influencia positiva que impusieron aquellos en los modos de jugar de otros
varios equipos del mundo se encuentran sus méritos. Fueron y son aplaudidos
Barcelona y España porque en cada minuto de cada partido piensan hacerlo bien y
ganar con tal nobleza. Porque manifiestan una idea –que es su idea- de cómo
entender y asumir este juego. Y lo hacen independientemente –lo afirmo de un
modo rotundo- de cuántas mentes, si dos o mil, los recordarán luego.
En la misma conferencia de prensa, Martino, con su
particular aplomo y semblante de sabio, remarcó: “Los jugadores están haciendo
un esfuerzo muy grande para mantener este presente. No vamos a renunciar a
nuestro juego. Hay un mérito enorme. Es muy loable”.
No debe existir un sí de mayor acuerdo. El mérito no
está en otra parte ni en otras dependencias. El mérito está ahí. Y ya es suyo.
Gane o no la formalidad de una corona. Se ocupen o no, las neuronas ajenas, de
una evocación continua.