25 agosto 2015

No hay

Piri se ríe: divino y feliz Piri. Piri pone un poquito de azul acá y un poquito de amarillo allá y queda verde en la unión y no le molesta porque justamente eso mismo quiso conseguir. Un poco más de rojo, mezclado con blanco y un poco de amarillo, y ahí está la pierna. Claro, las dosis no son las mismas de un lado que del otro. Tampoco la cantidad de cada color en cada mezcla. Por eso es un poco, primero, y por allá, después un poco más, y por acá. Y así en todas las zonas de ese rectángulo que en ese momento más que rectángulo es el mundo entero. La zona en donde, por ese instante, las preocupaciones sólo lo abarcan a él, a él, a Piri, y a la cantidad de pintura que en una zona debe depositarse según la idea de esa cabeza que lleva a cabo todas las acciones llenas de pasión y alegría. Es un instante. Es el instante. Y en ese instante esa cabeza de ese cuerpo cuyas manos de dedos morenos y finos van de aquí para allá, idealiza, se llena de pasión, de entusiasmo. Imagina metas. Imagina llegando a esas metas. Sueña. Se ilusiona. Y piensa Piri, mientras tanto, una pregunta que también pensó otras tantísimas veces en otros tantísimos instantes de plenitud como ese. 

¿Hay algo más lindo, acaso, que la palabra ilusión? ¿Que lo que la palabra ilusión significa? ¿Hay algo más lindo, acaso, sino, que el término pasión? Y aunque signifiquen cosas distintas cada una, ambas, confluyendo, son los sostenes por los cuales quien persigue con ardor sus sueños, no cae. Incluso, por más utópicos que resulten éstos, no cae, no se rinda, no se mancilla su ilusión. Piri lo sabe. Y si como alguna vez dijera Galeano, las utopías sirven para seguir caminando, ¿hay algo, entonces, en ese sentido –hace la conexión Piri, pletórico Piri, reflexivo Piri-, más lindo que el vocablo utopía?

Si la vida es un sueño, por qué no soñar entonces si en los sueños es donde uno más se encuentra a sí mismo. O, al menos, en donde las emociones de cada uno alcanzan su punto de mayor intensidad. ¿Por qué no soñar y que la vida toda esté impregnada por ese cenit sentimental?, considera Piri en base a las experiencias de su propia vida en las que Piri fue más Piri por ser un Piri que hacía lo que amaba. “Lo mejor que tienen los sueños es que se pueden hacer realidad”, obsequió el barón Pierre de Coubertin, impulsor de los Juegos Olímpicos de la era moderna. Juegos, justamente -y que continúan estando aún hoy-, repletos de almas y cuerpos que lucharon y luchan por sus sueños. Al cabo, el fin más universal que tiene la vida: perseguir con galopante palpitar en busca de satisfacer anhelos.

Descubrir esa meta lo cambia todo. Absolutamente todo. Marca una dirección y un objetivo. Así lo sentencia entonces Piri en medio de su apasionante accionar. Sólo resta descubrir aquello que Ken Robinson llama El Elemento, el sitio en donde confluyen las cosas que a uno le encantan hacer con las que se le dan bien. La asombrosa mixtura de capacidad y entusiasmo. Habilidad y pasión. Para perseguir una ilusión, una utopía, un sueño, da lo mismo el término, evalúa, sensato, Piri. Piri que es ahora un cumulo de amorosas sensaciones..

En una extraordinaria charla con un cineasta, el alma de Pep Guardiola habló y gran parte de lo que habló el alma de Pep Guardiola le viene a la mente emocionada de Piri. “Sólo tengo una cosa que me imputo: estimo mi oficio. Tengo pasión por mi oficio. Créanme. Lo adoro. Lo adoraba cuando jugaba, lo adoro ahora cuando hablo, lo adoro cuando estoy con gente discutiendo sobre esto o aquello”, dijo el alma de Pep Guardiola, al tiempo que siguió: “Al final todo se reduce a instantes, en cada una de nuestras profesiones y nuestros oficios, todo acaba en un instante. Los trabajos que tenemos siempre tienen un instante que nos satisfacen plenamente. Que disfrutamos, que nos da alegría. La pasión que siento por mi oficio, imagino que es la misma pasión que tienen ustedes por sus profesiones, y toda la gente: médicos, panaderos, doctores, maestros de escuela, albañiles, como era mi padre. Cualquier persona. Llega un momento en sus oficios y yo reivindico ese momento en sus oficios. Yo reivindico el amor a este oficio. Yo amo mi trabajo por este instante”.

Por ese instante en que, al igual que en los sueños, la intensidad sentimental alcanzada justifica todo. El más absoluto de los todos. Por más negativos y desalentadores que sean durante el sendero, considera Piri. Porque ese momento, al cabo, es lo que define a cada uno. Constituye la esencia de cada uno. “Los componentes del Elemento son universales aunque se manifieste de distinta forma en cada uno”, insiste Robinson. El Elemento es aquello que descubrió Pep Guardiola y que le permite desbordarse de entusiasmo cuando piensa en él. Porque no se imagina haciendo otra cosa alejado del fútbol. Allí está su habilidad y allí está su entusiasmo. Su pasión. Allí es donde sueña cada día.  

“Aquel momento es el que le da sentido a mi profesión. Y entonces podrán decirme: ¿Es suficiente? ¿Es poco? ¿Es mucho? Es lo mío. Es lo que me corresponde. Es esta pasión (aprieta el puño) que no sé donde la agarré. No sé de dónde viene. Pero tengo esta pasión. Y la tengo ahora como la tenía cuando era pequeño, y que me llevó al pueblo para competir. Y me pueden preguntar, de dónde vino esta pasión, y no lo sé, pero me ayudó muchísimo”, continuó Guardiola antes de sugerir, sincero, potente, esperanzador: “Y no olviden nunca que si nos levantamos muy muy temprano, sin reproches ni excusas, y nos ponemos a trabajar, somos imparables. Créanme que somos imparables.” Y esa meta que aparentemente es utópica, finalmente se verá, piensa en medio de su ardor Piri, que no es tal. Y si así lo fuese, de todos modos, se agradecería nuevamente la existencia del vocablo utopía, porque permitió caminar con hondo placer en búsqueda de ese sueño -siempre distinto en cada uno- que le dio sentido a su andar. 

Por eso, mientras los pelos del pincel dejan su carga en el lienzo y mientras Piri piensa, llega a la conclusión de que no cree. De que no cree que haya, de verdad, términos algunos más bellos y reconfortantes que las palabras ilusión, pasión y sueños. O que le digan a Piri -este Piri que es ahora un hombre de creencias de sentido inamovibles-, sino, dónde encontrar algo más lindo. Él ya concluyó, certero e inapelable, que sencillamente no. No hay.

28 mayo 2013

El mérito


“Acá hay que ganar algo para quedar en el recuerdo”, dijo ayer Gerardo Martino, DT del Newell´s líder del Torneo Final y con claras chances en la Libertadores, marcando una supuesta realidad en el fútbol argentino. Primer punto: el recuerdo, como tal, no existe. Lo que existen son recuerdos. Recuerdos de personas. Millones y millones de recuerdos. Pero no existe el recuerdo como unidad sola. De modo que Martino debió haber dicho –o precisado- que el que no gana no queda en algunos recuerdos. Y ahí especificar aún más: en los recuerdos cuyos estándares de qué merece ser recordado y qué no, depende de un título o de las apreciaciones exitistas que sean. Para no ir más lejos, por caso: su Newell’s, aunque no acabe campeón, sí quedará en su recuerdo particular. También en el del plantel y en menor medida, quizás, en algunos hinchas de sensibilidad plausible que se nieguen a borrar instantes vividos, y sobre todo sentidos, del 2013.
Lo segundo que quedaría por analizar es el por qué de la pretensión casi constante de querer quedar en la mayor cantidad de recuerdos posibles. ¿A mérito de qué? Esto no quiere decir no buscar ser campeón, se aclara. También se aclara que la pretensión de Martino no es ser recordado, pero sí parece serlo para otra gran mayoría que para eso mismo, además, busca ser campeón. Incluso siendo campeón la vacuidad de ser recordado no está garantizada. Tengo amigos a los que les gusta mucho el fútbol. Lo juegan, lo ven, lo leen. Pero si les pregunto quién ganó el Clausura 2004, por ejemplo, el del 93’, el del 97’, o incluso 2007, no saben. No se acuerdan. O se confunden con el Apertura. Los estándares de sus recuerdos no le dieron un papel central. Lo mismo pasaría si les reclamara que me dieran el campeón de la Champions League del 96’, del 2003, o incluso 2008. Y ni hablar de las Libertadores cuyos campeones no fueron argentinos. Pero sí se acuerdan del equipo interbarrial que integraron en el 2006, o de la campaña de su equipo favorito en el 2005 porque allí jugaba su ídolo y el pibe fue a la cancha, qué sé yo, con su novia, el mismo día en que ésta adquirió para él esa etiqueta. ¿Está bien, está mal? No es ni uno ni lo otro.
Recuerdos. Son todos recuerdos. Millones y variados.
No hay ningún mérito en quedar en millones de recuerdos. El mérito del Barcelona no fue quedar en la historia; mucho menos en estar presente en cada mente. El mérito del Barcelona estriba en cómo hizo lo que hizo. Lo otro es un añadido no buscado. El mérito de la Madre Teresa no fue haberse vuelto póster en cada parte del globo. El mérito de la Madre Teresa estuvo en su convicción de amar. ¿Cuál es el mérito, dónde se haya el valor, de ser recordado?
El mérito de este Newell’s, el de Huracán del 2009, es la convicción de una idea*. La intención de ejecutarla, el placer de concretarla. Sí, habrá mentes que recuerden esas noblezas, habrá mentes que incluso se sientan inspiradas a hacer lo mismo en las propias esferas de sus vidas. A adoptar esos valores, a moverse con igual rectitud y ambición altruista. Pero no importa si muchas mentes lo recuerdan. No puede el hombre hacer las cosas para que, a la postre, se las siga remembrando. No puede ser ese su fin. No digo ya su fin primero, no puede ser el segundo, el tercero. O sí puede, pero luego tendría que reflexionar una tarde en dónde se halla el mérito de una acción -me tomo la licencia de decirlo- sin valor. Y, si acaso lo halla, debería tener la enorme bondad de comunicármelo.   
“Para sentirme bien”, podrán explicar algunos el por qué de su afán a ser inmemorables. Pamplinas. Para sentirse bien no es necesario ser recordado. Newell’s se sintió bien durante todo el año (cuando la particularidad de ser recordado, por el momento, se vuelve innecesaria). El Barcelona no se sentía bien mientras jugaba como jugaba porque sabía que a futuro un buen número de mentes lo retendrían dentro. Pamplinas. Se sentía bien porque hacías las cosas bien; porque las cosas que intentaba hacer bien, le salían bien. Huracán se sentía bien –y nos hacía sentir bien- porque en su convicción de buscar hacer, en cada fragmento de césped, de cada cancha, de cada fecha, el mayor bien posible, el mayor bien posible le salía. Y a veces no le salía, pero su igual intención daba motivos de orgullo.
“Pero no fue campeón. No fue recordado”.
¡Y a quién le importa eso! Por otro lado, de hecho, quien esto escribe lo recuerda. Pero aunque igual yo no lo recordase (como seguro se me escapan otros miles que jugaban y hacían las cosas bien), da igual, es absolutamente lo mismo. Porque no hay ningún mérito en que yo lo recuerde. Mi remembranza no le aporta a Huracán ningún valor del que por sí mismo lleva. El mérito de Huracán del 2009, aunque mi cabeza fuese la única que lo tuviese presente, no radicaría en eso, no dependería de un añadido tan menor. Lo mismo vale para este Newell’s de ahora. En su misma acción yace el mérito. En la misma ejecución de una convicción internalizada, en el mismo intento de encontrarle sentido a cada movimiento, impulsado por la idea de que lo que se hace tiene de alguna manera que valer la pena. Y por sí mismo.   
Otros dos casos: España y Barcelona. Ni en la influencia positiva que impusieron aquellos en los modos de jugar de otros varios equipos del mundo se encuentran sus méritos. Fueron y son aplaudidos Barcelona y España porque en cada minuto de cada partido piensan hacerlo bien y ganar con tal nobleza. Porque manifiestan una idea –que es su idea- de cómo entender y asumir este juego. Y lo hacen independientemente –lo afirmo de un modo rotundo- de cuántas mentes, si dos o mil, los recordarán luego.
En la misma conferencia de prensa, Martino, con su particular aplomo y semblante de sabio, remarcó: “Los jugadores están haciendo un esfuerzo muy grande para mantener este presente. No vamos a renunciar a nuestro juego. Hay un mérito enorme. Es muy loable”.
No debe existir un sí de mayor acuerdo. El mérito no está en otra parte ni en otras dependencias. El mérito está ahí. Y ya es suyo. Gane o no la formalidad de una corona. Se ocupen o no, las neuronas ajenas, de una evocación continua.      

02 julio 2012

A lo Iniesta

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Los segundos de esos minutos son distintos a cualquiera de otros segundos de otros minutos diferentes. Resulta que durante esos segundos distintos, la pelota está en sus pies, bajo su suela. Y él con sus pies, con su cabeza de pocos pelos, se encarga de dignificar el tiempo y sus fragmentaciones. Y son segundos, además, porque el tipo la tiene y no la tiene. Es decir, la tiene pero enseguida la larga y en seguida, también, la recibe. Son uno, son dos, son tres pasos con la pelota al pie que culminan, por lo general, con un freno, una pausa, alzada la mirada y una ejecución corta. Un pase, fuerte, preciso, seguro. A lo él.

Y es así, es a lo él. Así como también pasó con otros jugadores, también sucede aquí. Curioso fenómeno aquel que se vale del apellido de un humano para convertirlo en verbo. Un pase a lo Bochini, bochinesco, un gol a lo Maradona, maradoniano. Dígase que la cacofonía del apellido de este sujeto que hace de los segundos, regalos preciosos, no lo permite, pero sí, igual, funciona y es usado para ejemplificar, para calificar maestrías en el césped y para adjetivar fabulosas entregas del balón. “A lo Iniesta”, exclaman entusiastas las voces que se acuerdan de él cuando un muchacho se colmó de inspiración y puso el pase así, profundo, así mismo, ahí, entre una, dos, las que fueran, piernas adversarias. “A lo Iniesta”, compara, insuperable. Acaso porque prefiere decir eso y no aplaudir. Acaso porque el aplauso es poco, es demasiado común –considera-, demasiado vulgar y pequeño ante esa maestría que fue tan pero tan genial que merece ser parangonable con algo igual de genial, de asombroso. Allí se acuerdan de él entonces y decretan, inequívocos, “a lo Iniesta”. Porque Iniesta es eso.

“A lo Iniesta” también podría decirse cuando alguien la pelota tiene y acompaña la acción con sincera sonrisa. Con sonrisa de niño comiendo un helado, cucurucho de dulce de leche y frutilla. En un país futbolero como Argentina, con los escenarios de la vida siempre futbolizados, “a lo Iniesta” se podría asimismo usar para graficar a quien en su oficio se muestra feliz, rebosante de plenitud y entusiasmo. Iniesta ama lo suyo y lo ama con la intensidad con la que se aman contadas cosas. Así juega.

Y ama la pelota estar en los pies de ese que la ama y la trata con inefable cariño. Por más que sean segundos –los segundos más hermosos de esos minutos tan distintos-, la pelota pierde la uniformidad de los gajos porque, imperceptiblemente, una de las costuras se estira impulsada por un impulso irreversible, y se estira hasta formar, de manera gloriosa, una sonrisa. La pelota sonríe cuando la tiene Iniesta. E Iniesta sonríe cuando tiene la pelota. Bellísima escena, juntos son dos sonrisas en andas, que casi por contagio, desencadenan miles y miles de otras sonrisas más. En los rostros que los miran, claro, y los miran extasiados. Porque podrán haber otros jugadores, otros brillantes habilidosos del balompié, otros circunstanciales inspirados que despiertan otras lógicas sonrisas. De hecho, los hay. Y de a montones. Pero nunca es tan genial, tan sincero, tan potente el gesto que adorna los rostros cuando la pelota la tiene Iniesta, y cuando juntos, éstos, se lanzan a la aventura de demostrarle al mundo, cuán precioso es este juego cuando, de nuevo y como dice la palabra misma, se lo juega.

“Profesor”, “maestro”, “dador de cátedras”. Los apodos llueven ante su figura, pero él, un poco por humilde y otro poco por pura sensatez, se trata de despegar de los rótulos. Y sí, Iniesta es humilde, y muy, pero también razona en medio de la tierna inocencia que desprende su imagen. Y dice que no, que cómo, en serio, que cómo voy a ser maestro o profesor o dador de cátedra yo si lo único que hago es jugar y disfrutar del juego. ¿Disfrutar de un juego es enseñar? ¿Acaso no es lo lógico? Si alguien tiene que enseñarme algo –razona Iniesta- son ustedes. Enséñenme por qué lo sufren, es algo, esto, que escapa a mis conocimientos –dice Iniesta, la cara perpleja de Iniesta con sonrisa de niño incrustada e increscendo calvicie de grande. 

Iniesta no juega para enseñar. Tampoco podría decirse que enseña. La caótica distorsión de valores que dominan este mundo lo tienta a uno a decir que sí, que Iniesta es un profesor que en medio de las angustias alecciona sobre cómo disfrutar. Pero no. Iniesta es la normalidad que en esta anormalidad parece anormal. Iniesta, se enfatiza, juega y porque juega, disfruta, y porque disfruta, sonríe. ¿Hay secuencia argumental más lógica? ¿En serio alguien piensa que eso es necesario ser enseñado? ¿Existe en la Tierra, acaso, sujeto que ignore que a los juegos se los juega y se los disfruta, porque en ellos la esencia es eso? 

Iniesta no enseña. Iniesta tan sólo es. Iniesta engrandece los segundos de los minutos en los que la pelota pasa por sus pies, pero a no caer, por favor, en la descripción de llamarlo profesor. Hablaría muy mal de quien así lo llama, muy mal de sus conocimientos. Pero bueno, igual, a ser cautelosos en la sentencia: si alguien no sabe que a los juegos se los juega, apréndalo hoy mismo. Apréndalo hoy mismo y ponga esa sencillez (porque vamos, hombre, es sencillísimo) en práctica. Y actúe y trate a la pelota como se merece. Y aunque Iniesta no pretenda enseñar, a lo Iniesta juegue, si quiere. A lo Iniesta...

19 junio 2012

En defensa de la pisada


“Dos veces la pisó y la perdió. Eso ya no es error de juventud. Es algo que trae desde la cuna. Ay, ay, ay…”, se ofusca el relator y el comentarista lo apoya. En la jugada siguiente de ese partido que no pareció partido –y no pareció, porque como es habitual, lo lúdico estuvo ausente- en la jugada siguiente, otro jugador la volvió a perder como aquel 5 al que le caen las críticas, pero los periodistas, esta vez, a ese otro jugador, no le machacan nada. ¿Por qué? Claro, este segundo jugador que perdió la pelota, agachó la cabeza y le dio duro y parejo y su pase terminó chocando contra el cuerpo del rival, quien tras el impacto, se la apoderó y se fue en un relato de la sucesión de la jugada que ya no tiene importancia. 


El asunto es simple. Se critica a quien pisa la pelota, pero no al rústico que hace lo mismo. Se critica a quien pisa la pelota y la pierde como si el que pisa la pelota y la pierde la pierde porque la pisa. ¡Y no! La pisa y la pierde y punto. Como quien no la pisa pero también la pierde (aunque a este, de nuevo, no se le machaca nada). Pero claro, se dice que la pierde por pisarla y si uno es burro (en donde generalmente ahí sí la pierde por burro...) no pasa nada, tiene vía libre para perderla cuanto se le cante. Y este le da de puntín, también, le pega a la pelota y a la pierna del contrario, todo junto, y no pasa nada. Nadie le dice nada. “A ese lo quiero en mi equipo… No al displicente que la pisa”, manipulan las verdades del juego los periodistas. ¡¿Y por qué pisarla y tomarse tiempo para pasarla es sinónimo de displicencia?! Acaso como reprocharle al pintor bocetar antes su obra para luego pintar mejor sobre ello. Pisarla es eso. Es acomodar la pelota, bocetar la obra, para luego dar el pase más pensado, para luego pintar. ¿Qué displicencia? 


Si te llega la pelota, macho, qué ni qué acomodarse con el cuerpo, qué ni qué acomodar, sino, la pelota, para darle a esta, luego, mejor. Para acomodarla y darle mejor necesitás pisarla, y ¿qué es eso? ¡Vos dale!, sugieren. ¿Pensar el pase? ¿Pararla? ¿Pisarla? Ah, no claro, lo importante es que yo no tenga la pelota. Tener la pelota se tornó un problema. Dominarla, lo mismo. Se critica la técnica. Así de extraordinario.


¿Qué hacés, entonces, Cirigliano? ¿Por qué la parás, te acomodás, primero la mostrás para acá y luego para allá? ¿Qué es eso de engañar con los pies? ¿Qué es eso de tener técnica para poder engañar con los pies? Eso te grita, Cirigliano, la gente que tiene micrófono para gritar. Pero vos, saludablemente, no entrás en esa, Cirigliano. Recibís, la parás y la pisás, para luego volver a tocar, pero tocar tras haber hecho una pausa previa. Y esa pausa, esa pisada que generó una pausa, ¡oh! le dio sentido al pase, salió pensado. 


¡Cirigliano! ¿Qué hacés? Si allá en las cabinas, las cabezas de las tribunas influenciadas por esas cabinas, te piden que no, que revolees a mansalva, que la verdad que poco importa que tengas técnica. No, hacé como los de Patronato, esos que el relator elogia por lo “luchadores” que son. Decime entonces, ¿qué hacés Cirigliano pensando siempre en jugar este juego que aunque no parezca no es otra cosa que eso, un juego? ¿Qué hacés tratando de darle sentido a la pelota? Acaso el único fin por el cual pisás la bola. No como vicio, como trata de manipular el de arriba. Porque, a ver, que se sepa: la pisada no es canchereada, es un recurso, lastimosamente otrora aplaudido. Hoy no. Cirigliano, vos mismo lo podés ver, hoy se critica. Justo a vos, encima, a quien los buenos especialistas te auguran futuro de Selección. 


Una cosa es criticar la falta de conceptos pero vos, encima, conceptos tenés y se nota que de sobra. Si acaso a Román también le critican cierta lentitud, ¿por qué a vos no? Es en la técnica en donde aterrizan las críticas salvajes. Por eso el relator te critica y apunta a que lo tuyo obedece a un error que traes desde la cuna. Dos veces la pisaste y la perdiste, pero no por pisarla, sino porque perderla forma parte del juego también. Y resulta que por pisarla, luego, River creó las dos más claras situaciones de gol en ese primer tiempo de ese partido que no pareció partido por la ausencia de lo lúdico (como es habitual). Tac-tac la bola, del pie zurdo al derecho, tu suela aprisionándola contra el césped, cabal postal de crack, y de inmediato, tac, la enviaste, gloriosa caricia, para adelante y en diagonal para que el Chori Domínguez cerrase la jugada. Minutos más tarde la volviste a pisar, así, los tapones de tu botín derecho acabando con el frenesí de ese objeto que rueda entre maltratos. La volviste a pisar y el rival pasó de largo como colectivo lleno. Pasó de largo en tu pausa. Gracias a tu pausa. A tu pisada que generó esa pausa. Por inercia y ridículo pasó mientras vos, vos con tus pies, eras dueño del elemento más importante de ese y de todos los partidos. Y tac, de vuelta. Tac para Trezeguet, como quien no quiere la cosa. 


No es pisarla siempre, tampoco. Por eso es que tenés concepto. Porque también estuviste en el área de ataque, allí donde la aceleración, por desequilibrante, debe imponerse ante la quietud. También allí estuviste y ahí, ahí sí, ahí sí porque así lo consideraste con tu sabiduría natural, ahí mismo, no la pisaste. Te vino la pelota, raudamente, casi encima de la medialuna del área, y raudamente vos la tocaste para el compañero contiguo. Sentido común. Virtud tuya. 


Pero no. No hay caso, es en vano todo. Contra estos no hay caso. Ven técnica, ven clase y ven displicencia, irresponsabilidad. Y la critican sin pudor porque cuentan con el respaldo de cuantiosas mentes formadas de la misma manera. No, Cirigliano, dejate crecer la barba y dale de puntín para arriba. No te olvides, tampoco, de meter, eh. Eso es crucial, no sólo para que no te critiquen, sino para que te elogien. Vos meté, terrible palabra reinante, que te van a elogiar. Tirate al piso, ojo, ni pienses en robarla limpia. Tampoco pienses en acomodarte vos o acomodar la pelota cuando recibís. No. Vos dale de primera. Así de ordinario, así con tan poco concepto. Vos dale así que la gente te aplaude. ¡En sero! Te aplaude si vos le dás sin el mayor pudor. “¡Qué comprometido con el partido este pibe!” “¡Qué responsale, cuántas ganas, este juega con el alma!”, Vos dale y siempre para adelante, siempre para allá, apenas la tengas, bum y a correr. “¡A la carga Barracas!”, celebraran la ‘valentía’ las tribunas y los micrófonos. 


Pero resulta también que en las guerras, aun en “a la carga Barracas”, en algún momento hay que frenar para cargar las armas, para ayudar a un herido, para repensar la estrategia. ¿Y qué es la pisada, acaso, más que otra cosa que adosarle pausa al extremadamente vertiginoso transitar de las jugadas? Eso es pisarla. Y una pausa, aunque sea pausa, dura apenas segundos. ¡Apenas segundos! En serio, aunque suene increíble, eso mismo te critican, Cirigliano, la pisada. No, no la pises más, mirá. Pegale como viene. Si hay un pozo y te pica justo, vos dale, con la canilla, con lo que sea, que el pase –dicen- sigue siendo pase aunque sea dado con la rodilla. No va con vos eso, claro. Pero hacelo, para no ser, según dicen los que micrófonos tienen, displicente…

29 mayo 2012

En defensa de la pelota



"Entre un bando que sabe jugar y otro que sabe menos, nada es más efectivo que 'perder' 10 minutos sin buscar el gol haciendo andar mucho la pelota para que el adversario pierda 20 minutos de energías". La frase la dijo Dante Panzeri a fines del 60’ y principios del 70’. Lo que me llamó la atención la primera vez que la leí fue el “nada más efectivo”, porque cuando Panzeri decía nada más efectivo, ciertamente no había nada más efectivo. ¿Cómo diez minutos sin buscar el gol? ¿Qué era eso, el antifútbol? Todo lo contrario. 


Mi curiosidad por experimentarlo, no obstante, se me potenció cuando el mismísimo Guardiola reconoció que Rexach, DT del Barcelona cuando aquel era jugador, les decía: "Está prohibido hacer un gol en los primeros 10 minutos... ahora sí, que ellos no la toquen". Y devuelta los 10 minutos. Y otra vez sin buscar el gol. Sí había leído y sabía de la importancia de tener la pelota. “Si no tienes la pelota, el fútbol es sufrimiento”, decía Raúl y a eso suscribí siempre, nada desgasta más que no tenerla, pero me llamaba la atención lo de los 10 minutos iniciales. Creo que el efecto que produce es mucho más devastador de lo imaginado. Es demoler al rival en esa primera parte para tener luego 35 minutos para hacer lo que a uno se le cante. Humillarlo, sin siquiera sentir un resquicio de culpa porque la humillación está siendo llevada a cabo en algo como un juego. 


 Mi idea era comprobar el concepto viendo un partido de Primera, pero la nula cantidad de ideas de los equipos argentinos, desde luego, jamás me lo permitió cabalmente. Claro que seguí la ley que afortunadamente está instalada en el mundo. ¿Querés aprender de fútbol? Mirá al Barcelona. Y eso hice, pero tampoco pude comprobar lo de los 10 minutos. Al cabo, el Barcelona te demuele con la posesión sea en el momento que fuere. Recuerdo ocasionales partidos en donde en los primeros 10 minutos el rival hacía la sorpresa y no dejaba al Barcelona hacerse dueño, pero tras ese sofocón, todo volvía a la normalidad y el Barcelona a florearse. Y aunque efectivamente hiciera eso de desgastar al rival los primeros 10 minutos, el comentario de todos desacreditaba el concepto diciendo que, claro, porque es el Barcelona. Y yo creo que el concepto tiene fuerza en sí mismo. 


 Por eso es que necesito y me encantaría poder encontrar un equipo en donde poder jugar aunque sean cinco, siete minutos sin que el rival tocara la pelota. Por una cuestión de interés personal, trastocaré la situación y en lugar de 10 minutos, utilizaré cinco pensando en los diferentes tiempos manejados en el fútbol amateur. Paso a explicar a quien todavía duda o no se sintió atraído por la teoría precariamente sustentada. 
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Imaginate, simplemente, cinco minutos en donde el rival ni la toca. Prestá atención: ¡Se muere! Vos imaginate, para que veas, cuando te pasa a vos, en donde no la podes tocar, te querés pegar un tiro. Y no son cinco minutos, con menos te pasa igual. “Lo que cansa, lo que desconcentra, como dicen, es no tener el balón. Yo te aguanto lo que sea de tiempo cuando tenemos el balón, y ni cinco minutos cuando lo tiene el contrario”, confesaba Guardiola. “Si pasan cinco minutos y no la toco me digo qué estoy haciendo acá”, se pregunta, en esos casos, Riquelme. No hay desgaste más potente que el rival no la tenga. Y si ese desgaste alcanza una constancia de 5 minutos, es completamente devastador. Letal. Tiki-Tiki, Tiki-Tiki. Sin siquiera ser arriesgados los pases. 


Tiki-Tiki, Tiki-Tiki. Para allá y para acá, para él, de vuelta para mí, de vuelta para vos. No son pases entre líneas, para el 8 que está allá, entre el 3 y el 5 contrario. Es Tiki con el del al lado, el de al lado Tiki con uno. Así, apenas por cinco, siete minutos… 


 “Dale, macho, vengan, ayúdenme que no puedo”, se dirán entre sí los contrarios. Uno toca, siempre pases seguros, porque siempre hay uno libre y porque siempre hay tiempo. Y cuando vienen los refuerzos para el exaltado, pim, un cambio de frente que tampoco tiene que ser extremadamente preciso, un cambio de frente normal, tranquilo, sereno como estás vos y tu equipo con la pelota. Pim, mientras los dos rivales venían, decididos a hacerse con la misma. Pim, y recibe tu compañero allá del otro lado y empieza a tocar con los que tiene alrededor. ¡Se quiere pegar un tiro el otro! Ufff, alza las manos y las baja bruscamente, testimonio incuestionable de su enojo. ¿Con qué sentido seguir? ¡No quiere jugar más el pibe! Es lógico. ¡Se quiere ir! Es al pedo, dice. Y así y todo sigue que para allá, que para acá, que para adelante, que para atrás, siempre buscando la pelota -por pura inercia-, siempre viendo los gajos en movimiento tan cerca y tan lejos de sus pies. Si tuviera una pistola… ¿Por qué no me compré nunca una pistola? Denme una que prefiero eso a seguir soportando esto… 


Y finalmente... ¡le llega la pelota! Le llega porque las pelotas siempre llegan también. El rival, en un arriesgo, puede fallar. Es fútbol, pasa, que no sorprenda. Pero no es ni grave. Porque le llegó al que minutos antes se quería ir. Y es vital ese dato. Le llega a un ofuscado, a uno de carácter crispado. Ahora la tiene y ¿qué hace? Va como loco. Como desenfrenado a buscar el arco contrario, qué pase ni pase, dice. Hagamos el gol ahora que la tenemos. Aprovechemos. Y quien sabe de fútbol también sabe qué pasa ahí. La vuelve a perder de inmediato, claro. Es automático. Se da la paradoja de que el tipo piensa que para asegurar la pelota no la tiene que pasar, a ver si la pierdo y la vuelven a tener ellos, entonces va, solo, en busca del arco. Y la pierde. Porque encima va enfadado, harto del fútbol, sin pensar, sin ideas. Entonces el otro tampoco tiene que hacer mucho esfuerzo más para recuperarla. Apenas un esfuerzito para presionar y punto, el otro se queda sin objeto, sin nada, puteando a la fugacidad de los hechos. Qué vida injusta. Fueron segundos de una ilusión casi irrisoria. 


Y otra vez lo mismo, otra vez el otro equipo a tocar, a seguir con el juego. ¡Noooooooooo! ¡De vuelta no! ¡No aguanta más! Ese equipo ya murió. Por no tener la pelota por sostenidos tiempos, se murió, ya perdió. Ya ni ganas tiene de jugar. Y el otro es la más absoluta contracara. Envalentonado, encima, ahora busca con total tranquilidad los goles, que uno tras otro se desencadenan ante la poca resistencia de los defensores rivales. ¿Y por qué poca resistencia? Por lo acontecido minutos antes. No hay otra. ¡Es que ese desgaste fue fatal! Absolutamente todos pensaban en ese momento en por qué no tenían una pistola para acabar con sus vidas ahí. En por qué no habían elegido otro deporte para distraerse de la oficina, en por qué no habían elegido tenis, paddel, golf, qué se yo, algo más tranquilo, ponele, algo menos insoportable que eso. ¡Bastaaaaaaaaaaa! ¡¡¡Dame la pelota!!! Y los trancazos desesperados, en vanos, para colmo, que pueblan la mañana o la tarde o la noche o lo que fuera, despiertan sonrisas en los que la pelota tienen. Eso, perdónenme, es extraordinario. Cuando todo fluye así con tanta facilidad. Y no tuvieron que hacer nada inalcanzable. Apenas ‘perder’ cinco, siete minutos tocando la globa, irritando hasta el extremo al rival. Y fíjese, lector, que apenas fueron cinco minutos. Y si los tiempos son de 30, le quedan 25 de la primera etapa para que hagan lo que quieran. ¿Acaso, qué va a hacer el rival? Si ya no quiere jugar, si ya no sabe qué insulto inventar, ¿qué va a hacer el rival? Absolutamente nada puede. Si cuando la tiene, ni se acuerda cómo se jugaba. Por eso quedan 25 en ese primer tiempo para jugar como si se jugara contra chicos de primer grado, contra los sobrinos, contra conitos. Y fueron cinco, siete minutos… 


Tal vez el lector permanezca escéptico y dice que no, que está muy lindo así dicho, pero la realidad es otra. Probemos, entonces, ejemplificarlo con otro caso de otro mosaico de la vida. Ese concepto, de adueñarse de la pelota por un tiempo sostenido para, diría Perogullo, que no la tenga el otro, es como robarle el juguete a un chico. Sí, es simple. Este quiere jugar, póngase, con un robot, con un superman, con lo que fuera. Pero uno va y se lo roba, se lo quita. Se enoja el chico, claro. ¡Damelo!, exige. Pero no, es mío. Lero lero, lo burla. Uno no se lo da en primer lugar, se sostiene en su malicia, y luego encima también amaga a darselo. ¿Lo querés? Tomá. Oleeeee. No, dale, está bien, tomá. Oleeeee. Cuando el grito de la madre torna la súplica del chico en obligación, uno cede y se lo da. 


Pero, ¿qué hace el chico ahí? ¿Juega? No, porque ya no tiene ganas. Uno se las sacó con el hurto del objeto. Primero toma el juguete, superman, digamos, y lo eleva un poco, lo mira y listo. Lo deja. Se cruza de brazos y pone la mejor cara de malhumor. ¿Pero no era que quería jugar? Ya no. Supremo efecto. En el fútbol, créase, pasa igual. Con la ventaja de que no hay madre posible que pueda evitar que uno no tenga el juguete para sí sólo. Es extraordinario. En tiempos en donde no dejar jugar significa cortar todos los avances con pelota del contrario, cuán saludable es esta otra concepción, tan maravillosa: no dejar jugar al contrario, pero para jugar uno. Esos escenarios, siempre, terminan en baile. En goleada festiva. No me cree. Pruébelo. ¿O acaso como venía jugando ahora jugaba bien? No pierde nada. Además, son apenas cinco, siete minutos… ¿Tan impaciente me dice que es que no puede probarlo por cinco, siete minutos?

21 mayo 2012

Una semana


Paco tenía ganas de hablar. Paco suele pasar bastantes momentos callado, pero cuando Paco habla, al menos, habla bien. Y largo rato. Así mismo fue el otro día cuando tenía ganas de hablar. Me dijo, entre serio y enérgico, como él se pone cuando anda en esos momentos de fluidez dialéctica, énfasis más, énfasis menos, lo siguiente:

- De verdad, escuchame, hay que hacer eso. Te lo aseguro, sería el comienzo a varias soluciones. Se tiene que hacer realidad esa frase que tanto se exclama y nunca se cumple. ¡Paren las rotativas! ¡Deténganlas! Imaginate lo que sería una semana, mirá lo que te digo, una semana, sin noticias. Imaginate. Toda una semana para ocuparte de vos mismo, apenas, y de los que te rodean. Cosas que parecen tan elementales pero que, seamos sinceros, nadie hace con la prioridad que, creo, se merecen. Analizamos, contamos y criticamos todo el tiempo a los demás que ya nos olvidamos de nosotros mismos. Capaz es un poco inhumano lo que estoy diciendo, depende cómo lo interpretes, pero atendeme, en serio, imaginatelo bien, porque necesito que te lo imagines bien, una semana en donde no haya líneas que se publiquen, audios que suenen, imágenes que se vean, sobre un acto político, un ataque en medio oriente, una crisis económica en Europa, los cambios que va a hacer el técnico del puntero del campeonato para la fecha siguiente o cualquier otra noticia de espectáculos. Imaginate acabar, tan sólo por una semana, con esa sobredosis de información que nos invade a cada momento. ¡Porque cada vez es mayor! ¿No te estás dando cuenta? A todo momento una información, a todo momento la actualización de esa información, a todo momento gente comentando esa información y también la actualización por Twitter, por Facebook, por todos lados. Y ya ni se considera si esa información merece tamaño despliegue. No, ni se considera. Pero es noticia y parece que las noticias se inventaron para llenar los silencios de la vida. ¿No te estás dando cuenta de este escenario que abruma? Por eso, imaginate, de verdad, una semana sin todo eso. 


Jaime Roos, cantante uruguayo que junto a su hijo hizo la película 3 millones -¿la viste vos? El otro día traté de bajarla y no pude, pero en fin...- Roos, como te decía, declaró el mes pasado en una entrevista de temática futbolera pero que excede a ese rubro lo siguiente: “Yo quiero que algún día se detengan las rotativas. No hay tiempo para concentrarnos en lo que realmente ha sido importante. Que se detengan las rotativas, así aprendemos a disfrutar”. Esa frase es una caricia para estas pobres almas de este tiempo, te lo digo en serio, para estas almas asfixiadas de tanto análisis, tantas publicaciones. Almas desprovistas de tiempo para, como dice Roos, disfrutar. Dis-fru-tar… ¿Me vas entendiendo ahora?

Mirá, pensá, sino, ¿sabés de lo que te podrías encargar de hacer esa semana? De arreglar tu vida, vaya cosa. El filósofo español Ortega y Gasset, exiliado en este país en la década del 40’, observaba que era raro encontrar a un argentino “que tuviera puesta su vida primariamente en vivirla”. Mirá vos, che, ¿en serio?, te preguntarás, pero resulta que pocas cosas tan atildadas recuerdo haber leído últimamente. Imaginate, por eso, una semana para detenerte a observar las bellezas de la vida –lo que uno hace, generalmente, cuando noticias no hay. Para mí Gasset está en lo cierto. En su libro Los hijos de los días, de Eduardo Galeano -no sé si lo tenés, de paso te lo recomiendo. Yo lo compré el otro día cuando lo vi en un kiosco en Marcelo T. de Alvear, de pedo lo vi, mirá, por suerte- Buen, Galeano, otro uruguayo amante del caminar paciente, del transitar sin apuro, interesado por parar con la vertiginosidad actual, cita en ese libro un hecho que la organización del tiempo colocó en 2007, pero que para el caso da igual. Para que acá lo encontré. Ocurrió lo siguiente: un violinista, en un subterráneo estadounidense, se apoyó contra la pared, junto a un tacho de basura, y comenzó a tocar obras de Schubert y otros clásicos durante 45 minutos. “Mil personas –cuenta Galeano- pasaron sin detener su apurado camino. Siete se detuvieron durante algo más de un instante. Nadie aplaudió. Hubo niños que quisieron quedarse, pero fueron arrastrados por sus madres. Nadie sabía que él era Joshua Bell, uno de los más virtuosos, más cotizados y admirados del mundo. El diario The Washington Post había organizado este concierto. Fue su manera de preguntar: -¿Tiene usted tiempo la belleza?”. Terrible, ¿viste? Y no, ¡no hay tiempo!, es lo que te digo. Y para nosotros que somos periodistas te diría que casi menos, porque en simultáneo con ese hecho, otras noticias andan sucediendo y vos tenés que nutrirte de ellas por la maldita obligación moral que tu oficio te exige. “No hay nada más viejo que el diario de ayer”, reza una máxima periodística y de nuevo a lo de Roos, si eso de ayer fue maravilloso, no se lo puede disfrutar, ¿me entendés?, porque otras noticias de otros calibres, de otras intensidades ya se la comieron, la deglutieron. ¿Parar, disfrutar, detenerse a sentir? ¿Qué es eso? ¡No se puede! Mirá, esperá, otra cita de Galeano: “A ritmo de vértigo, el día de hoy se hizo mañana, y el día de ayer fue enviado a la prehistoria”. Escuchame, en serio, mirá todo lo que te estoy diciendo. Imaginate una semana como la que te planteo. Una semana sin vértigo, una semana sin actualizaciones.

Acá en mi escritorio tengo algo bajo el vidrio que leí una vez y de vez en cuando vuelvo a ojear. “¡Cuán poco necesita el hombre para vivir satisfecho y tranquilo cuando las necesidades ficticias y las vanidades del mundo no lo han hecho esclavo de mil gustos nocivos e innecesarios, de mil ridiculeces y de un sinnúmero de costosas bagatelas…!”, clamaba, enormemente claro, Marcos Sastre. Una semana sin noticias, constituye también, una semana sin la esclavitud provocada por las noticias que no son noticias, de esos “mil gustos nocivos e innecesarios, de mil ridiculeces y de un sinnúmero de costosas bagatelas”. Vos decís, claro, ignorá eso que no te gusta. ¡Pero es que no podés! Porque por osmosis uno termina enterándose de que la amante de tal había dicho que no sabía que ese tal estaba casado. ¡Por osmosis! Imaginate, por eso, una semana también sin eso.

Hace un tiempo leí un artículo traducido del New York Times que, obviamente, guardé para que no sea una víctima más de los olvidos colectivos producidos por este vértigo actual. Decía y dice el título del mismo si no recuerdo mal: “Ahogados en la información, faltan grandes ideas”. Y cosa muy cierta decía en toda la nota. Pará que te la busco bien, para que te diga más de la misma. Mirá, acá está, acá la tenía a mano. Escuchá cómo empieza, escuchá: “Las ideas ya no son lo que eran. Hubo una vez en que podían encender las llamas del debate, estimular otros pensamientos, alentar revoluciones y, sobre todo –escuchá bien- cambiar las formas en que veíamos y pensábamos el mundo”. Hubo un tiempo dice, y es cierto. Y dicho escenario, tal como lo plantea el título, lo ahogó la sobredosis de información. Atendé: “Si ahora nuestras ideas parecen menores no es porque seamos más obtusos que nuestros antepasados, sino porque las ideas ya no nos importan tanto como antes”. ¡Porque no hay tiempo! Y sigue: “Ahora las ideas que no pueden monetizarse de inmediato tienen tan poco valor intrínseco que es menos la gente que las genera y también son menos los medios que las difunden”.

Después explica un poco cómo lo visual le fue ganando a lo escrito y todo eso, pero prestá atención, acá está lo que te digo, claro que no habla expresamente de las noticias pero cierta relación guarda con lo que te digo: “Aunque la verdadera causa de un mundo que ha dejado atrás las ideas puede ser la propia información. En momentos en que sabemos más que nunca antes, pensamos menos en ello. Gracias a Internet tenemos acceso de inmediato a todo lo que podríamos querer saber. En el pasado, sin embargo, reuníamos información no sólo para saber cosas, sino también para convertirla en algo más importante que los hechos, en ideas que daban sentido a la información”. ¿Vos podés decirme, fehacientemente, cuánta gente recibe información y hace algo útil con ella? La pereza es una de las razones, pero la otra es la sobredosis que pido frenar por lo menos, aunque sea, si es posible, por una semana. Una semanita. Mirá, seguí esuchando: “Nos vemos inundados de tal cantidad de información que no tendríamos tiempo de procesarla por más que quisiéramos hacerlo, y la mayor parte de nosotros no lo quiere”. ¡Ahí está, vez! Te tendría que prestar este artículo para que lo fotocopies, es genial: “La suma es agotadora…”. A-go-ta-do-ra. “…qué hace cada uno de nuestros amigos en cada momento, y qué hará al siguiente; con quién sale Jennifer Anniston, qué video es el más popular en Youtube en este preciso instante”, y a eso agregale todo lo que te conté antes, que ya incluso en materia deportiva alcanzan para explicar esta asfixia: quién se peleó en el vestuario con quién, cuántos partidos lleva jugados tal en el año, cuándo fue la última vez que tal equipo ganó en tal cancha, la cantidad de esquemas que utilizó tal en el campeonato, el calendario que se le viene a la selección, informaciones de la fecha de básquet, tenis, rugby, polideportivo, y las inmediatas actualizaciones de todas esas y más informaciones, etc, etc, etc. Y eso en un día. O en una mañana. Y en un solo medio. Te pago lo que sea si me encontrás un tipo que se lea un diario entero, uno sólo, absolutamente de punta a punta. ¡Es imposible! No vas a encontrar. Y esa cantidad de hojas vuelven a entregarse al día siguiente, y al siguiente y al siguiente. “En efecto, vivimos en el nimbo de una ley de Gresham de información en la que la información trivial desplaza a la importante, pero también se trata de una ley de Gresham de ideas en la cual la información, trivial o no –como te decía, ya ni importa esto, importa que sea noticia- expulsa a las ideas”. Y una semana es lo que te pido yo, nada más que una. Seguí escuchando: “Preferimos saber a pensar porque saber tiene más valor inmediato. Nos mantiene al día, nos mantiene conectados”. ¿Y? Estoy enterado de todo. Pum. Me convierto de repente en ese tipo que te dije que buscaras que se lee un diario entero. ¿Y? ¿Qué hago con eso? Estás más agotado que viejo subiendo por la escalera al 10° piso, ¿y? ¿qué hacés con eso? Nada. Ya no te queda energía. ¿En qué tiempo uno creaba más cosas? ¿En qué tiempo, a ver, pensá y decime, uno pensaba más? Porque yo te hablo de crear, de creatividad y para eso necesitás pensar, es decir, usar todas las energías en eso. ¿Eh, cuándo? Cuando uno era chico, cuando a uno las informaciones no lo abrumaban. ¿Vos te acordás de esas semanas? Apenas uno se enteraba de cómo le había ido a su equipo. Se enteraba, también, de que un avión impactó contra unas torres altas. De lo fuerte se enteraba, sí, de lo que valía la pena se enteraba. Pero era: esta semana pasó esto y esto. Las noticias eran noticias cuando causaban real impacto. Llegaban a su mundo de preocupaciones escasas, también escasas noticias, pero fuertes, eso es lo que quiero decir. Porque ojo, yo no pido desterrar las noticias, pido acabar con la sobredosis de noticias. A todo rato, a todo momento, de lo que sea, en su más absoluto sentido de lo que sea.   

Líneas más abajo, volviendo al artículo este de The New York Times, me acuerdo que lo había leído algo…, a ver, esperá. Decía algo sobre… Acá, sí, esto, acá está: “Un amigo se preguntaba, por ejemplo, dónde estaban los John Rawl y los Robert Nozick, los filósofos que podrían elevar nuestra política. Sin duda se podría argumentar lo mismo en relación con la economía, donde John Maynard Keynes sigue siendo el centro del debate casi ochenta años después de haber propuesto su teoría del estímulo gubernamental. Todos los pensadores son víctima del exceso de información”. Como tantas cosas que hice propia, me apropio también de esta última frase y te la repito para darle la fuerza que se merece: todos los pensadores son víctima del exceso de información. Vos me decís que no, que eso no es así y acá también hay respuesta para eso: “Sin duda habrá aquellos que digan que las grandes ideas han emigrado al mercado, pero hay una enorme diferencia entre los inventos que generan ganancias y las ideas intelectualmente desafiantes. A algunos emprendedores, como Steven P. Jobs de Apple, se les han ocurrido algunas ideas brillantes en el sentido de invención de la palabra. Estas ideas podrían cambiar la manera en que vivimos, pero no la manera en que pensamos. Son materiales, no conceptuales”. Y así es como finalmente acaba: “En el futuro habrá más y más información, montañas de ella. No habrá nada que no sepamos. Tampoco habrá nadie que piense al respecto. Piense en eso”.

Mirá, está bien, yo también te entiendo, me das a decir que soy un exagerado, que cómo no pienso en los que sí quieren noticias, que no obstante todo lo que te conté tranquilamente se puede disfrutar igual de los días, incluso con la sobredosis de material intrascendente que se publica como si así no lo fuera. Lo sé, y te entiendo, pero atendeme a mí y escuchame que yo lo único que estoy pidiendo es una semana. Simplemente, una sola, nada más que una semana. Dedicada exclusivamente para dos acciones: pensar, como anuncia ausente el artículo estadounidense, y disfrutar, como ruega poder hacer expresamente Roos y tácitamente Galeano. Fijate si no sería lindo… Una semana… 

19 mayo 2012

NO TE MIENTAS MAS


Acuciante era el dolor de su pierna derecha. Dolor de frecuente calambre que esta vez a Gustavo lo castigaba más que otras veces. Sufría esa intensidad mayor una fría tarde de sábado en donde su mente trazaba preguntas y comparaba las respuestas que obtenía de otras tantas preguntas más que se sumaban a la inicial. Porque en realidad, la pregunta central era una. Era una, pero de tan difícil resolución era esa una que Gustavo debía crear nuevos interrogatorios y nuevas evaluaciones para no comprometerse a entregar el “sí” definitivo. El sí definitivo que, hasta, pensaba Gustavo, le temía más que a la insistencia de ese pinchazo agudo que le tensaba el músculo en la diestra. ¿Tengo que dejar el fútbol? Esa era la pregunta central que se hacía Gustavo, oficinista él, y con sus 30 y pico de años a cuesta. ¿Pero no estaré exagerando? Si esto me pasa todos los sábados y sin embargo, el fin de semana siguiente estoy acá, con los cortos puestos y rebosante de ilusión, pensaba, sensato. ¿Será igual esta vez? Porque, ojo, ahora me duele más. ¿Es una señal? ¿Y si paro por un tiempo? Pero el dolor lo volvía a poner en aprietos. Era evidente. Verlo así, sudoroso y tirado en la yerba, el inacabable vientre al aire, los ojos entrecerrados, tratando de mitigar el sufrimiento apretando los dientes. Evidente y vergonzoso.

“¡Gustavo no te mientas más!”. Cuántas mañanas y tardes y noches habrá escuchado de los vivos de sus compañeros ese “¡Gustavo no te mientas más!”. ¿Acaso, qué sabían ellos? Por favor, por ejemplo, ¿qué sabía el muerto de Cacho? Justo él, encima, justo Cacho. Pedazo de chanta que se hace llamar defensor pero que le ganan permanentemente la espalda y que al percatarse del hombre que tras suyo se escapa al arco, finalmente, reacciona con la agilidad de un mamut herido. Porque así reacciona si es que reacciona. “Justo Cacho me viene a decir eso”, pensaba, entre lógico e irritado, Gustavo. Lo peor es que ni eso lo tranquilizaba. Ni compararse con el impresentable de Cacho le evitaba seguir formulándose esa maldita pregunta en la mente. Porque, a ver, que Cacho fuera un muerto, un caso más de los tantos milagros que permite el fútbol, un caso más de la a veces excesiva solidaridad de este deporte, no corría de la discusión el dilema que a él lo envolvía. Para el caso, que Cacho también no se mintiera más. Pero a Gustavo en ese momento Cacho le importaba poco. El tema era él. El tema era dilucidar qué anunciaba ese dolor acuciante, cuánto de cierto tenían esos “¡Gustavo no te mientas más!” que, aunque pronunciados en broma, a él le sonaban como verdaderos puñales. ¿Tengo que dejar el fútbol?, retumbaba amenazante en su cabeza.

En eso andaba Gustavo, oprimiendo fuerte su gemelo con los dedos de una mano y apoyada la otra en su vientre, mirando a la cancha que ahora era poblada por otros dos equipos, tan amateurs y de tan rudimentaria apariencia como el suyo. Por allí paseaba las pupilas de sus ojos Gustavo hasta descubrir algo que acabaría con su calvario mental. Peloteaban entre sí y en círculo los miembros de un bando antes del comienzo del partido. Un tipo se colocaba dentro del mismo y debía parar la pelota que los situados en circular línea se pasaban tratando de evitar que aquello sucediera. El típico “mono”, claro, tan popular como el dulce de leche o el fútbol mismo. No era eso simplemente lo que atrajo la atención de Gustavo. O sí. Más que el ritual, un tipo en especial fue el que captó todos sus sentidos. Este era apreciablemente más viejo que él. Y sí, “viejo” fue la palabra que usó, además, porque le calculó 40 años y en el fútbol tener 40 años es ser viejo. Y eso que Gustavo tenía la costumbre de adjudicar siempre menos edad de lo que la realidad indica. Por lo que tal vez tenía 45 años el hombre, o hasta más, pero para el caso daba igual. No era tampoco la edad lo que atrapó su atención. Lo observó, en primer lugar, tratando de parar la pelota en vano. Fue compasivo y decidió pensar que tal vez tuvo un mal pique o el viejo estaba frío. Pero no, porque en la ronda seguían nutriéndose de pases y el viejo resulta que siempre hacía una para el espanto. Lo que más gracia le causó a Gustavo fue cuando el hombre por fin logró calzar la pelota, pero con la mala suerte de que su furibundo puntín diera en la zona íntima de quien en ese momento era el “mono”, justo un pibe que aparentemente era la estrella del equipo.

En medio de las risas que afloraban de su garganta se olvidó completamente del calambre y de todo lo que minutos antes lo perturbaba. Viendo ese escenario fue que a Gustavo le llegó la revelación a su pregunta. Ya confiado y seguro, resolvió, finalmente, que no era para nada el tiempo de dejar de jugar al fútbol. Que aunque frecuentes los calambres, infrecuentes los tiros al arco, frecuentes los ahogos, infrecuentes las buenas actuaciones, para el “no” faltaba un largo rato. Al cabo, si el mismo Cacho o ese otro viejo podían seguir mintiéndose, ¿por qué él, él que incluso con su vientre y sus 30 y pico de años a cuestas era mejor que esos dos, por qué él, también no?

Así lo pensó y se convenció de su decisión, y aunque de manera vergonzosa, orgullosamente tirado se quedó disfrutando de su abominable abdomen y divirtiéndose con las desventuras de ese cuarentón de graciosamente torpe andar y torpe accionar. Sonriendo y animado, quizá se levantaría un poco, y con las manos juntas rodeando su boca, le gritaría, siempre quizás: “¡Viejo no te mientas más!”… 

Roman Exquisito


MONTENEGRO 10

MONTENEGRO  10