Acuciante
era el dolor de su pierna derecha. Dolor de frecuente calambre que esta vez a Gustavo
lo castigaba más que otras veces. Sufría esa intensidad mayor una fría tarde de
sábado en donde su mente trazaba preguntas y comparaba las respuestas que
obtenía de otras tantas preguntas más que se sumaban a la inicial. Porque en
realidad, la pregunta central era una. Era una, pero de tan difícil resolución era
esa una que Gustavo debía crear nuevos interrogatorios y nuevas evaluaciones
para no comprometerse a entregar el “sí” definitivo. El sí definitivo que,
hasta, pensaba Gustavo, le temía más que a la insistencia de ese pinchazo agudo
que le tensaba el músculo en la diestra. ¿Tengo que dejar el fútbol? Esa era la
pregunta central que se hacía Gustavo, oficinista él, y con sus 30 y pico de años
a cuesta. ¿Pero no estaré exagerando? Si esto me pasa todos los sábados y sin
embargo, el fin de semana siguiente estoy acá, con los cortos puestos y
rebosante de ilusión, pensaba, sensato. ¿Será igual esta vez? Porque, ojo,
ahora me duele más. ¿Es una señal? ¿Y si paro por un tiempo? Pero el dolor lo
volvía a poner en aprietos. Era evidente. Verlo así, sudoroso y tirado en la
yerba, el inacabable vientre al aire, los ojos entrecerrados, tratando de mitigar
el sufrimiento apretando los dientes. Evidente y vergonzoso.
“¡Gustavo
no te mientas más!”. Cuántas mañanas y tardes y noches habrá escuchado de los
vivos de sus compañeros ese “¡Gustavo no te mientas más!”. ¿Acaso, qué sabían
ellos? Por favor, por ejemplo, ¿qué sabía el muerto de Cacho? Justo él, encima,
justo Cacho. Pedazo de chanta que se hace llamar defensor pero que le ganan
permanentemente la espalda y que al percatarse del hombre que tras suyo se
escapa al arco, finalmente, reacciona con la agilidad de un mamut herido. Porque
así reacciona si es que reacciona. “Justo Cacho me viene a decir eso”, pensaba,
entre lógico e irritado, Gustavo. Lo peor es que ni eso lo tranquilizaba. Ni
compararse con el impresentable de Cacho le evitaba seguir formulándose esa
maldita pregunta en la mente. Porque, a ver, que Cacho fuera un muerto, un caso
más de los tantos milagros que permite el fútbol, un caso más de la a veces
excesiva solidaridad de este deporte, no corría de la discusión el dilema que a
él lo envolvía. Para el caso, que Cacho también no se mintiera más. Pero a
Gustavo en ese momento Cacho le importaba poco. El tema era él. El tema era
dilucidar qué anunciaba ese dolor acuciante, cuánto de cierto tenían esos “¡Gustavo
no te mientas más!” que, aunque pronunciados en broma, a él le sonaban como
verdaderos puñales. ¿Tengo que dejar el fútbol?, retumbaba amenazante en su
cabeza.
En
eso andaba Gustavo, oprimiendo fuerte su gemelo con los dedos de una mano y
apoyada la otra en su vientre, mirando a la cancha que ahora era poblada por
otros dos equipos, tan amateurs y de tan rudimentaria apariencia como el suyo. Por
allí paseaba las pupilas de sus ojos Gustavo hasta descubrir algo que acabaría
con su calvario mental. Peloteaban entre sí y en círculo los miembros de un
bando antes del comienzo del partido. Un tipo se colocaba dentro del mismo y
debía parar la pelota que los situados en circular línea se pasaban tratando de
evitar que aquello sucediera. El típico “mono”, claro, tan popular como el
dulce de leche o el fútbol mismo. No era eso simplemente lo que atrajo la
atención de Gustavo. O sí. Más que el ritual, un tipo en especial fue el que
captó todos sus sentidos. Este era apreciablemente más viejo que él. Y sí,
“viejo” fue la palabra que usó, además, porque le calculó 40 años y en el
fútbol tener 40 años es ser viejo. Y eso que Gustavo tenía la costumbre de
adjudicar siempre menos edad de lo que la realidad indica. Por lo que tal vez
tenía 45 años el hombre, o hasta más, pero para el caso daba igual. No era
tampoco la edad lo que atrapó su atención. Lo observó, en primer lugar,
tratando de parar la pelota en vano. Fue compasivo y decidió pensar que tal vez
tuvo un mal pique o el viejo estaba frío. Pero no, porque en la ronda seguían
nutriéndose de pases y el viejo resulta que siempre hacía una para el espanto. Lo
que más gracia le causó a Gustavo fue cuando el hombre por fin logró calzar la
pelota, pero con la mala suerte de que su furibundo puntín diera en la zona
íntima de quien en ese momento era el “mono”, justo un pibe que aparentemente
era la estrella del equipo.
En
medio de las risas que afloraban de su garganta se olvidó completamente del
calambre y de todo lo que minutos antes lo perturbaba. Viendo ese escenario fue
que a Gustavo le llegó la revelación a su pregunta. Ya confiado y seguro,
resolvió, finalmente, que no era para nada el tiempo de dejar de jugar al
fútbol. Que aunque frecuentes los calambres, infrecuentes los tiros al arco,
frecuentes los ahogos, infrecuentes las buenas actuaciones, para el “no”
faltaba un largo rato. Al cabo, si el mismo Cacho o ese otro viejo podían
seguir mintiéndose, ¿por qué él, él que incluso con su vientre y sus 30 y pico de años a cuestas era mejor que esos dos, por qué él, también no?
Así
lo pensó y se convenció de su decisión, y aunque de manera vergonzosa, orgullosamente
tirado se quedó disfrutando de su abominable abdomen y divirtiéndose con las
desventuras de ese cuarentón de graciosamente torpe andar y torpe accionar.
Sonriendo y animado, quizá se levantaría un poco, y con las manos juntas
rodeando su boca, le gritaría, siempre quizás: “¡Viejo no te mientas más!”…
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