02 mayo 2012

El mejor lector

Pan, queso, pan, queso, pan… Si ese hombre se hubiese encontrado en una de esas típicas situaciones utilizadas en el fútbol informal para la elección de los jugadores, hubiera sido elegido, de seguro, en último lugar. Claro está, si los encargados de la confección de cada bando jamás lo hubieran visto jugar. Porque sino...


Parecía una burla al principio, cuanto menos, era extraño. Un chiste, no de mal gusto, pero sí de nulo efecto si efectivamente de eso se trataba. Pero no, para nada, no se trataba de ninguna broma. El tipo entregaba, cómo decirlo, todo menos pinta de futbolista. Por eso un poco era entendible el descreimiento a la necesidad de su presencia. Un jugador que venía actuando con no mucho éxito en varios clubes de la B de Italia era seleccionado por el mismísimo entrenador italiano Victorio Pozzo para disputar los Juegos Olímpicos de Berlín 1936. El hombre, bajito y de flaca figura, para colmo, se ayudaba además por dos grandes vidrios para ver las cosas que habitaban en el mundo. Así, este enclenque y cuatrochi sujeto era la gran novedad de la escuadra azzurra. Pero Pozzo estaba seguro de la citación de Annibale Frossi para ese equipo que venía de ganar, por si fuera poco, los Mundiales de Italia 1934 y Francia 1938. 


Nacido un 6 de agosto de 1911 en Muzzana del Turgano, un pequeño pueblo de la provincia de Udine, Frossi sufrió desde una edad muy temprana de miopía, la cual corrigió, desde luego, con las potentes gafas que lo harían reconocido. Comenzó su carrera de futbolista en 1930 y en la tercera categoría en Udinese, club con el que logró acender a la serie B y donde contribuiría, también, para la salvación en la próxima temporada. Tras desvalorizar sus piernas por Padua, Bari, El Águila y Ambrosiana, es descubierto por el propio Pozzo en 1936 y llamado para los Juegos en la tierra en donde Adolf Hitler aún no habría de imponer su máximo terror.

Pequeño tal vez de cuerpo, pero rebosante de ilusiones, Frossi aceptó con mucho entusiasmo y a Berlín se dirigió nomás para mostrar su fútbol no obstante los prejuicios que desprendía su imagen. El 3 de agosto, en el debut de la competencia, Frossi convirtió el único gol con que Italia derrotó a Estados Unidos ante 9 mil espectadores y clasificó hacia los cuartos de final, instancia en la que cuatro días más tarde, volvería a completar una gran actuación, siendo el autor de tres tantos en la victoria ante Japón por 8-0. «Hat-trick» escribirían las crónicas de hoy. Ya en semifinales, Italia debía enfrentarse ante Noruega en un duro duelo. Un gol de Negro a los 15 minutos, ponía en ventaja a los de la Península, pero Brustad empató para Noruega llenando de suspenso al partido. Tal la lógica de este escrito, el héroe que desatara la igualdad no podía ser otro más que Frossi, y así fue que al minuto 96, el de irrisorias gafas (irrisorias por el contexto en el que fueran usadas) anotó el 2-1 final.


Para el encuentro por la medalla de oro, finalmente, el otro equipo clasificado era la poderosísima Austria de aquellos años, denominada en el ambiente de la pelota como «Wunderteam» por su atildado y virtuoso juego. Pese a los pronósticos, el equipo italiano no se amedrentó y salió a jugar en el Estadio Olímpico de Berlín y ante 85 mil espectadores con afán victorioso. Y otra vez se recurre al razonamiento del lector, nuevamente se repite la previsibilidad anterior: no, claramente no cayó Italia. El 15 de agosto se impuso por 2-1 con dos goles de nuestro protagonista. El segundo, además, fue en tiempo suplementario para que la gloria fuese aún mayor. Anotando en los cuatro partidos y alcanzando una cifra final de 7 tantos, Frossi fue el goleador y la figura de aquel Juego al que arribó ante las miradas incrédulas y prejuiciosas. La suya, al cabo, fue otra demostración más de que el fútbol, más que físico o imagen, es talento. El flaquito miope, luego de su consagración, se fue al Inter de Milán para contribuir con sus goles y ganar los sccudetti de 1938, 1940, y la Copa de Italia de 1939. Está claro, la mayor virtud de Frossi fue, a lo largo de su carrera, su gran lectura del juego.

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