29 mayo 2012

En defensa de la pelota



"Entre un bando que sabe jugar y otro que sabe menos, nada es más efectivo que 'perder' 10 minutos sin buscar el gol haciendo andar mucho la pelota para que el adversario pierda 20 minutos de energías". La frase la dijo Dante Panzeri a fines del 60’ y principios del 70’. Lo que me llamó la atención la primera vez que la leí fue el “nada más efectivo”, porque cuando Panzeri decía nada más efectivo, ciertamente no había nada más efectivo. ¿Cómo diez minutos sin buscar el gol? ¿Qué era eso, el antifútbol? Todo lo contrario. 


Mi curiosidad por experimentarlo, no obstante, se me potenció cuando el mismísimo Guardiola reconoció que Rexach, DT del Barcelona cuando aquel era jugador, les decía: "Está prohibido hacer un gol en los primeros 10 minutos... ahora sí, que ellos no la toquen". Y devuelta los 10 minutos. Y otra vez sin buscar el gol. Sí había leído y sabía de la importancia de tener la pelota. “Si no tienes la pelota, el fútbol es sufrimiento”, decía Raúl y a eso suscribí siempre, nada desgasta más que no tenerla, pero me llamaba la atención lo de los 10 minutos iniciales. Creo que el efecto que produce es mucho más devastador de lo imaginado. Es demoler al rival en esa primera parte para tener luego 35 minutos para hacer lo que a uno se le cante. Humillarlo, sin siquiera sentir un resquicio de culpa porque la humillación está siendo llevada a cabo en algo como un juego. 


 Mi idea era comprobar el concepto viendo un partido de Primera, pero la nula cantidad de ideas de los equipos argentinos, desde luego, jamás me lo permitió cabalmente. Claro que seguí la ley que afortunadamente está instalada en el mundo. ¿Querés aprender de fútbol? Mirá al Barcelona. Y eso hice, pero tampoco pude comprobar lo de los 10 minutos. Al cabo, el Barcelona te demuele con la posesión sea en el momento que fuere. Recuerdo ocasionales partidos en donde en los primeros 10 minutos el rival hacía la sorpresa y no dejaba al Barcelona hacerse dueño, pero tras ese sofocón, todo volvía a la normalidad y el Barcelona a florearse. Y aunque efectivamente hiciera eso de desgastar al rival los primeros 10 minutos, el comentario de todos desacreditaba el concepto diciendo que, claro, porque es el Barcelona. Y yo creo que el concepto tiene fuerza en sí mismo. 


 Por eso es que necesito y me encantaría poder encontrar un equipo en donde poder jugar aunque sean cinco, siete minutos sin que el rival tocara la pelota. Por una cuestión de interés personal, trastocaré la situación y en lugar de 10 minutos, utilizaré cinco pensando en los diferentes tiempos manejados en el fútbol amateur. Paso a explicar a quien todavía duda o no se sintió atraído por la teoría precariamente sustentada. 
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Imaginate, simplemente, cinco minutos en donde el rival ni la toca. Prestá atención: ¡Se muere! Vos imaginate, para que veas, cuando te pasa a vos, en donde no la podes tocar, te querés pegar un tiro. Y no son cinco minutos, con menos te pasa igual. “Lo que cansa, lo que desconcentra, como dicen, es no tener el balón. Yo te aguanto lo que sea de tiempo cuando tenemos el balón, y ni cinco minutos cuando lo tiene el contrario”, confesaba Guardiola. “Si pasan cinco minutos y no la toco me digo qué estoy haciendo acá”, se pregunta, en esos casos, Riquelme. No hay desgaste más potente que el rival no la tenga. Y si ese desgaste alcanza una constancia de 5 minutos, es completamente devastador. Letal. Tiki-Tiki, Tiki-Tiki. Sin siquiera ser arriesgados los pases. 


Tiki-Tiki, Tiki-Tiki. Para allá y para acá, para él, de vuelta para mí, de vuelta para vos. No son pases entre líneas, para el 8 que está allá, entre el 3 y el 5 contrario. Es Tiki con el del al lado, el de al lado Tiki con uno. Así, apenas por cinco, siete minutos… 


 “Dale, macho, vengan, ayúdenme que no puedo”, se dirán entre sí los contrarios. Uno toca, siempre pases seguros, porque siempre hay uno libre y porque siempre hay tiempo. Y cuando vienen los refuerzos para el exaltado, pim, un cambio de frente que tampoco tiene que ser extremadamente preciso, un cambio de frente normal, tranquilo, sereno como estás vos y tu equipo con la pelota. Pim, mientras los dos rivales venían, decididos a hacerse con la misma. Pim, y recibe tu compañero allá del otro lado y empieza a tocar con los que tiene alrededor. ¡Se quiere pegar un tiro el otro! Ufff, alza las manos y las baja bruscamente, testimonio incuestionable de su enojo. ¿Con qué sentido seguir? ¡No quiere jugar más el pibe! Es lógico. ¡Se quiere ir! Es al pedo, dice. Y así y todo sigue que para allá, que para acá, que para adelante, que para atrás, siempre buscando la pelota -por pura inercia-, siempre viendo los gajos en movimiento tan cerca y tan lejos de sus pies. Si tuviera una pistola… ¿Por qué no me compré nunca una pistola? Denme una que prefiero eso a seguir soportando esto… 


Y finalmente... ¡le llega la pelota! Le llega porque las pelotas siempre llegan también. El rival, en un arriesgo, puede fallar. Es fútbol, pasa, que no sorprenda. Pero no es ni grave. Porque le llegó al que minutos antes se quería ir. Y es vital ese dato. Le llega a un ofuscado, a uno de carácter crispado. Ahora la tiene y ¿qué hace? Va como loco. Como desenfrenado a buscar el arco contrario, qué pase ni pase, dice. Hagamos el gol ahora que la tenemos. Aprovechemos. Y quien sabe de fútbol también sabe qué pasa ahí. La vuelve a perder de inmediato, claro. Es automático. Se da la paradoja de que el tipo piensa que para asegurar la pelota no la tiene que pasar, a ver si la pierdo y la vuelven a tener ellos, entonces va, solo, en busca del arco. Y la pierde. Porque encima va enfadado, harto del fútbol, sin pensar, sin ideas. Entonces el otro tampoco tiene que hacer mucho esfuerzo más para recuperarla. Apenas un esfuerzito para presionar y punto, el otro se queda sin objeto, sin nada, puteando a la fugacidad de los hechos. Qué vida injusta. Fueron segundos de una ilusión casi irrisoria. 


Y otra vez lo mismo, otra vez el otro equipo a tocar, a seguir con el juego. ¡Noooooooooo! ¡De vuelta no! ¡No aguanta más! Ese equipo ya murió. Por no tener la pelota por sostenidos tiempos, se murió, ya perdió. Ya ni ganas tiene de jugar. Y el otro es la más absoluta contracara. Envalentonado, encima, ahora busca con total tranquilidad los goles, que uno tras otro se desencadenan ante la poca resistencia de los defensores rivales. ¿Y por qué poca resistencia? Por lo acontecido minutos antes. No hay otra. ¡Es que ese desgaste fue fatal! Absolutamente todos pensaban en ese momento en por qué no tenían una pistola para acabar con sus vidas ahí. En por qué no habían elegido otro deporte para distraerse de la oficina, en por qué no habían elegido tenis, paddel, golf, qué se yo, algo más tranquilo, ponele, algo menos insoportable que eso. ¡Bastaaaaaaaaaaa! ¡¡¡Dame la pelota!!! Y los trancazos desesperados, en vanos, para colmo, que pueblan la mañana o la tarde o la noche o lo que fuera, despiertan sonrisas en los que la pelota tienen. Eso, perdónenme, es extraordinario. Cuando todo fluye así con tanta facilidad. Y no tuvieron que hacer nada inalcanzable. Apenas ‘perder’ cinco, siete minutos tocando la globa, irritando hasta el extremo al rival. Y fíjese, lector, que apenas fueron cinco minutos. Y si los tiempos son de 30, le quedan 25 de la primera etapa para que hagan lo que quieran. ¿Acaso, qué va a hacer el rival? Si ya no quiere jugar, si ya no sabe qué insulto inventar, ¿qué va a hacer el rival? Absolutamente nada puede. Si cuando la tiene, ni se acuerda cómo se jugaba. Por eso quedan 25 en ese primer tiempo para jugar como si se jugara contra chicos de primer grado, contra los sobrinos, contra conitos. Y fueron cinco, siete minutos… 


Tal vez el lector permanezca escéptico y dice que no, que está muy lindo así dicho, pero la realidad es otra. Probemos, entonces, ejemplificarlo con otro caso de otro mosaico de la vida. Ese concepto, de adueñarse de la pelota por un tiempo sostenido para, diría Perogullo, que no la tenga el otro, es como robarle el juguete a un chico. Sí, es simple. Este quiere jugar, póngase, con un robot, con un superman, con lo que fuera. Pero uno va y se lo roba, se lo quita. Se enoja el chico, claro. ¡Damelo!, exige. Pero no, es mío. Lero lero, lo burla. Uno no se lo da en primer lugar, se sostiene en su malicia, y luego encima también amaga a darselo. ¿Lo querés? Tomá. Oleeeee. No, dale, está bien, tomá. Oleeeee. Cuando el grito de la madre torna la súplica del chico en obligación, uno cede y se lo da. 


Pero, ¿qué hace el chico ahí? ¿Juega? No, porque ya no tiene ganas. Uno se las sacó con el hurto del objeto. Primero toma el juguete, superman, digamos, y lo eleva un poco, lo mira y listo. Lo deja. Se cruza de brazos y pone la mejor cara de malhumor. ¿Pero no era que quería jugar? Ya no. Supremo efecto. En el fútbol, créase, pasa igual. Con la ventaja de que no hay madre posible que pueda evitar que uno no tenga el juguete para sí sólo. Es extraordinario. En tiempos en donde no dejar jugar significa cortar todos los avances con pelota del contrario, cuán saludable es esta otra concepción, tan maravillosa: no dejar jugar al contrario, pero para jugar uno. Esos escenarios, siempre, terminan en baile. En goleada festiva. No me cree. Pruébelo. ¿O acaso como venía jugando ahora jugaba bien? No pierde nada. Además, son apenas cinco, siete minutos… ¿Tan impaciente me dice que es que no puede probarlo por cinco, siete minutos?

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Roman Exquisito


MONTENEGRO 10

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