12 diciembre 2011

Un pedacito de este mundo


Alguna vez le preguntaron a Daniel Arcucci cuándo fue que se dio cuenta de que iba a ser periodista. A lo que el actual reportero de La Nación respondió: “Creo haber encontrado la vocación en una cancha de fútbol. Por aquellos tiempos, en los ’70, ‘80, venía seguido de mi pueblo, Puan, a Buenos Aires para visitar parientes y, de paso, ver partidos. Cualquiera, el que cayera. Recuerdo haber ido a la Bombonera a ver un Boca-Instituto. El partido fue bastante malo pero hubo bastante espectáculo en el ambiente. Muchas vivencias que, pensé, no quería quedarme sólo para mí. Pensé que, al volver a mi pueblo, debía escribir, contar lo que había vivido. ¿Y qué era eso sino hacer periodismo? Justo estaba decidiendo qué estudiar y empecé a atar cabos: contar, eso quería que fuera lo mío”.

No voy a relatar cómo fue que descubrí que podría realizarme como persona en este oficio porque creo que ni siquiera lo tengo claro y ando todavía hoy en esa búsqueda. Sin embargo, como Arcucci, siento que no puedo quedarme para mí sólo algo que viví este año. Eso es lo que necesito contar. A Ariel Scher necesito contar. Debería alcanzar con describirlo como periodista, así en su más absoluta y cabal dimensión. Pero en este mundo, en donde tanta gente juega a ejercerlo, aquel que no conoce el oficio se puede confundir, de modo que no considero aconsejable presentarlo como periodista a secas ya que no diría mucho. De todas formas, además de periodista, Ariel Scher es un docente. De esos a los que no le queda grande el cargo. Aunque él reniegue del rótulo y diga que no, que de eso no sabe, que para eso hace falta capacitarse y duda que algún día lo haga, lo es.

Un joven Julio Cortázar decía en 1939 cuando daba sus primeros pasos en una escuela de Chivilcoy: “Un número desoladamente de maestros fracasa. Fracasa calladamente sin que el mecanismo de nuestra enseñanza se entere de su derrota; fracasa sin saberlo él mismo, porque no había tenido jamás el concepto de su misión. Fracasa tornándose rutinario, abandonándose a lo cotidiano, enseñando lo que los programas exigen y nada más”. Siguiendo lo de Cortázar, Ariel jamás fracasó. Como docente cumplió su misión. Hizo lo que debía, a él mismo y a nosotros, sus alumnos. Por eso es un docente, y maravilloso, aunque él lo niegue. De los que dejan huella en sus pupilos. En algunos más imborrable que en otros, pero es imposible, presumo, pasar por su aula y no salir diferente. Como cada texto que nos mandaba por mail cuando buscaba eso mismo en nosotros, que seamos diferentes a lo que éramos ayer. Que siempre nos mantengamos activos en el ejercicio de construirnos como individuos y periodistas. Al fin y al cabo, ser gente. Eso es lo que hizo Ariel. Un docente que se preocupó por el crecimiento de sus alumnos y siempre estuvo al tanto de las falencias y virtudes de cada uno. Extrañamente novedoso en la educación argentina.

Se pudo haber echado y dejar pasar el año cómodamente como hacen cientos de profesores de la secundaria, ajustándose a un programa, puntuando con notas frías, y viendo así quién aprobaba al final o no según los dictámenes burocráticos. Pero él no lo concibe así y lo aclaró a principio de año. Aunque al inicio me costó (claro, la costumbre. Lo impuesto culturalmente), luego logré entenderlo. Por ejemplo, uno va a aprender la guitarra y no existen las notas, las evaluaciones de ese tipo. La gente lo acepta. Hay un trabajo a largo plazo en donde poco a poco se van puliendo las imperfecciones y estimulando las bondades en un trabajo de nunca acabar. Porque luego de cumplir con los meses que duren aquellas clases musicales uno luego sigue tocando y aprendiendo cosas nuevas. Y siempre a través de la práctica, siempre a través de escuchar a otros. Oyendo y tocando. ¿Entonces para qué las notas? Acá fue igual. Leyendo y escribiendo. Pero no solos, con Ariel como guía. Con Ariel como faro que nos devolvía al camino cuando nos descarrilábamos y nos dormíamos en esa imbécil e infantil costumbre que tanto lo sacaba de quicio de no escribir nada porque no me pidieron nada. Eso mismo puntualizó hoy en lo que fue la última clase con él. Curricular, porque seguirá siendo nuestro tutor y así se va a prestar como también benditamente dejó en claro antes de partir hacia su programa habitual de radio.

Es el mismo Ariel que una y otra vez llegaba a clase y distendía el inicio del día con sus chistes y su humor basado en tintes exagerados y absurdos. “Racing piensa que hay que ir al arco de enfrente de vez en cuando”. Presentados inmejorablemente, además, con el formato de orladas frases que no hacían más que aumentar las risas por los inesperados remates. Como uno es lo que es – “y no las etiquetas que nos ponen”-, no perdía la esencia cuando explicaba fundamentos del oficio durante la clase: “Cuando les hablo de desinhibirse no estoy diciendo que se pongan a mear en la calle, sino que se animen a preguntar. No tiene nada que ver ser tímido con hacer preguntas periodísticas para una nota”. Pero es también el que no se cansaba de repetir quinientas veces, si lo fuera necesario, que un periodista es una persona que cuenta historias. Que le cuenta el mundo al mundo, y nunca sacándole una fotocopia. Enseñó que un periodista cuenta con las palabras, con la ideología y con los ojos, pero sobre todo, con el corazón. “Sino qué sentido tiene”, inquiría con razón. “Pero pregúntense, pregúntense sino para qué carajo comunican”, reforzaba su concepto de la mejor manera, exigiéndole al alumno su participación. Siempre insistió en eso, en preguntarse, al cabo, lo esencial, lo que define al periodista. “No naturalicen las cosas. Éstas no son así, están así. Ustedes encárguense de desnaturalizarlas. Es lo que hablamos siempre de poner en cuestión las cosas. El periodismo es un oficio en donde más que tener respuestas, hay que tener preguntas. No dejen nunca de preguntarse, de conformarse con lo que ven, escuchan y leen. No son como esta silla que no puede pensar, entonces piensen y pregúntense por qué las cosas están como están. Además, uno se vuelve gente a través del propio interrogatorio”, explicaba y repetía con suma paciencia.

Una vez leí una frase del sociólogo francés Michel Peroni que decía: “¿Quiere promover la lectura? No enseñe nada, muestre su pasión”. Eso también hizo Ariel. Porque clase tras clase, en líneas generales, explicaba lo mismo, pero de diferente manera, todo para que, como él también promulgaba, “seducir”, en este caso, al oyente. “Un texto –aseguraba- es un ejercicio de seducción. La técnica con la que lo escriban será la que permita que enganchen al lector y lo inviten a leer la nota hasta el final. Háganse dueño del lenguaje, aprópiense, dominen la música de las palabras, del ritmo” Y sobre esto también enfatizaba al legitimar la repetición de términos: “repetir no quiere decir que esté mal, el tema es cuando ésto anuncia un hueco en la comunicación”. E insistía: “Encaren al texto como una sinfonía. Hagan música con él, aprovechen los múltiples recursos para lograrlo. Laburen excesivamente en nutrir el lenguaje, en encontrar mecanismos de construir focos más atractivos”. Y era la lectura el alimento primordial, el combustible, para lograr tal fin. “Sin incorporar conocimiento no se puede generar conocimiento. No leer es la manera más eficaz de no saber, de ayudarse a dejar de pensar. Leer justifica la vida, leyendo encuentran nuevos recursos, se educan en la sensibilidad. Lean caóticamente mucho y organizadamente mucho ¡Quémense las pestañas leyendo y luego muéranse! Total, todos acabamos igual, pero mientras tanto hagan algo útil”, cerraba entre serio y risueño.  

Otro tema del cual se encargaba de evitar las confusiones era el del empleo y el trabajo. “Un trabajo no necesariamente es un empleo. Ustedes trabajo van a tener siempre. Es más, a un periodista no lo define un empleo, por más cuantos que tenga, si no toma conciencia en cuanto quiere nutrirse. Uno no es donde escribe, ni siquiera lo define”. En sintonía a esto estaba la otra gran preocupación suya y de la escuela DeporTEA de poder aclarar: “Una palabra que tratamos de evitar acá es la de importante, aunque a veces se nos escapa. No existen medios más importantes que otros, periodistas más importantes que otros. Existen medios más masivos, periodistas que escriben en estos medios más masivos, pero ninguno es más que ustedes si escriben desde un blog personal y aportan a la comunicación desde ahí”. Pero, aclaraba, igual, que si las motivaciones con las que llegamos a la escuela eran las de entrar y conseguir uno de los trabajos considerados tradicionales era legítimo, pero que el periodismo es más que eso.

Varias frases más quedaron en nuestra retina, al menos en la mía. “Los medios siguen más efectos que causas, más personajes que procesos. Hay una creencia de que si uno sabe determinadas cosas ya es un periodista deportivo. No se trata, tampoco, de hacer una nota para que nos feliciten y nuestras tías tengan un orgasmo de niveles inconmensurables por ver nuestro nombre en el diario o en la tele. O ser amigo de un jugador y que este nos diga: ‘¿Qué hacés, fierita?”. Y volvía, insistía, retornaba a exhortarnos a romper con el pensamiento conjetural: “Estén todo el tiempo incomodándose, vivir ya te pone en situación de conflicto. Quédense con la mitad de la respuesta y vayan en busca de la otra mitad. Y sigan preguntándose luego, sigan leyendo, aunque tengan mil quilombos encima búsquense momentos para leer”. Afirmaba, también, como se dijo, que él no estaba capacitado para aprobarnos, que en realidad, y con razón, “son ustedes los que tiene que aprobarse a ustedes mismos. A mí no me deben nada”, mientras agregaba que nunca debíamos dejar de exigirnos crecimiento y no esperar a que otro venga a pedirnos trabajos. “La vida no tiene gracia si alguien les dice qué hay que hacer. Salgan y busquen. Mórfense al mundo. Sáquense los tics del alumno de 4° año de Química y pónganse un cohete en el culo. Escriban, equivóquense, prueben. Sin miedo. Escriban con la ideología, todo es ideología, no tengan miedo. Escriban con el corazón, no tiene sentido si los vomitan, y sino pregúntense por qué lo hacen. La hoja en blanco es algo a lo cual nos enfrentamos todos, desde Borges hasta Hemingway. Siempre estará latente la posibilidad de sucumbir a vomitar el texto, a sacárselo de encima, pero rómpanse las pelotas entrenando, buscando manejos de mejorar en el ejercicio”.

Por todo ello es imposible que no haya cumplido su misión, que no se considere un docente. La referencia a la pregunta que abre esta nota sobre cuándo fue que Arcucci se dio cuenta de que iba a ser periodista pertenece a una serie de entrevistas que hizo la Revista El Gráfico a algunas referencias, mayores o menores, de la profesión. Una de ella fue Ariel, quien, en un momento contestó: “Muchas notas me dieron y me dan placer. Creo que, en tren de elegir, los más placenteros son esos trabajos en los que la oportunidad de cambiar un pedacito del mundo se hace más nítida”. Eso hizo exactamente, también, durante este año en alguno de nosotros. Eso fue lo magnifico que nos legó Ariel. No sólo sus chistes, sus frases agradables, su envidiable dicción o sus conceptos sobre un periodismo limpio y sano.  No sólo nos cambió en algún sentido o nos ayudó a reforzar ciertas convicciones, sino que también nos inculcó ese mismo afán, y ahora forma parte de nuestras motivaciones, gracias a él, querer cambiar, aunque sea un poco, un pedacito de este mundo. Si eso no es ser docente… 

1 comentario:

  1. Muy buena la nota, gracias por compartir.
    Y si, ariel es un tipazo de un corazon enorme. Siempre me asombro su combinacion entre tremenda sensibilidad y dureza extrema.
    Un saludo!

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